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ALERTANET
EN DERECHO Y SOCIEDAD/ LAW & SOCIETY |
FORUM II: PROPUESTAS DE DESARROLLO
CONSTITUCIONAL y JURISPRUDENCIA:
DERECHO INDIGENA Y DERECHOS HUMANOS/
Indigenous law and human rights http://geocities.com/alertanet/foros2b.html
Debate on COCOPA’s Bill:
Autonomy and Constitutional Reform in Mexico.
Reseña: Héctor Díaz-Polanco anota que las objeciones a una reforma constitucional que reconozca la autonomía de los pueblos indígenas
se presentan como una amenaza a la unidad de la nación, los derechos humanos y el progreso. En este artículo refuta dichas objeciones sustentando que la autonomía es la mejor manera de evitar el separatismo y que el reconocimiento de derechos colectivos de los pueblos indígenas no se contrapone a los derechos individuales, sino que los complementa. Analiza y compara los diversos proyectos existentes: Iniciativa COCOPA, Proyecto de Zedillo, del PAN, y del Partido Verde Ecologista de México. Considera que, si bien la Iniciativa COCOPA - convertida en Proyecto por Fox- es insuficiente, es la más legítima,por ser fruto de una negociación y contar con respaldo social. Con relación al tema del “acceso a la “jurisdicción del Estado”, anota que en la Iniciativa de COCOPA
se indica que en los juicios y procedimientos se tomarán en cuenta las “prácticas jurídicas y especificidades culturales” de los pueblos, mientras que en las otras se reduce dicho alcance. En la propuesta presidencial sólo se alude a las “prácticas y particularidades culturales” y en la del PAN a sus “usos, costumbres y especificidades culturales”. Fuente: Documento Enviado a ALERTANET por su autor. Todos los derechos de autor pertenecen al mismo.
Para cualquier forma de reproducción comunicarse con él: Héctor Díaz-Polanco diazp@prodigy.net.mx
Debate: En este mismo FORO se encuentra: 1) El texto de la iniciativa COCOPA presentada como propuesta de ley por el Presidente Fox,
2) Comentarios a la Iniciativa COCOPA por Willem Assies, 3) Magdalena Gómez , 4) Luis Hernandez, y 5)
el Manifiesto de Antropólogos e Historiadores Mexicanos de apoyo a la aprobación de la Iniciativa COCOPA.
Héctor Díaz-Polanco* diazp@prodigy.net.mx
En los últimos años, en México
se ha buscado convertir el debate sobre la autonomía de los pueblos indígenas
en un galimatías. El escenario de la discusión ha sido sobrecargado de
confusiones o enredos cada vez más oscuros y de posiciones marcadas por los
tópicos ideológicos. Deliberadamente, muchos participantes en la controversia
–cuyo común denominador parece ser su deseo de que no cambie nada en materia de
derechos indígenas– procuran exhibir a la autonomía como una especie de
bestia negra; esto es, como una gran amenaza para la unidad de la nación, para
la convivencia entre los mexicanos, para la vigencia de las garantías
individuales y los derechos humanos, e incluso como un estorbo para el
progreso general del país.
Se desliza la idea, como quien no quiere la cosa, de que los pueblos indígenas de México están reclamando un derecho desmesurado, están planteando una demanda extravagante, fuera de lugar. ¿Es exacta esta apreciación? ¿Los pueblos indígenas de México aspiran a algo, precisamente por excéntrico, que no exista en ninguna otra parte del mundo? ¿Desean lograr un status sociopolítico, económico y cultural, en el marco de la nación mexicana, que no han logrado otros grupos socioculturales similares en otros países del planeta? Lo primero que habría que establecer claramente, por si hiciera falta, es que regímenes de autonomía –con grados y especificidades acordes con el desarrollo histórico, la matriz socioeconómica y la tradición política de las respectivas sociedades– se han establecido y funcionan con más o menos éxito en numerosas naciones del mundo.
Vale la pena
recordar que la autonomía (como sistema de descentralización política
y fórmula para reconocer derechos a grupos étnicos, configuraciones regionales,
nacionalidades, etcétera) existe desde hace tiempo en países europeos como
Dinamarca, España, Finlandia, Italia y Portugal; latinoamericanos como
Nicaragua o Colombia, y en la próspera Canadá (el reciente reconocimiento de la
enorme región autónoma de Nunavut en territorio canadiense en un magnífico
ejemplo). Cada uno de esos sistemas autonómicos tiene sus particularidades.
Pero lo común es que en ninguno de esos países, la mayoría de la población o
las autoridades consideren que la autonomía se haya convertido en un factor de
división social, en un obstáculo para el desarrollo o en una fuente de
discordias. Por el contrario, observan la autonomía como la solución a
problemas casi siempre de larga data histórica y que en el pasado fueron origen
de agudos conflictos. A partir del establecimiento de las autonomías, dichos
problemas han cedido, se han resuelto o han comenzado a resolverse, y en todo
caso ya no son fuente de enfrentamientos sociales y de inestabilidad política
como antes.
¿Y cuando se han
establecido regímenes de autonomías en esos diversos países del mundo, ello ha
conducido a desajustes territoriales o, en el extremo, a disolución de la
unidad nacional? En ningún caso, hasta donde alcanza nuestro conocimiento. Por
el contrario, y en relación con este temor de algunos a las fuerzas
centrífugas, la información disponible permite concluir que, como regla, la
autonomía es el mejor remedio contra las posibles tendencias separatistas
presentes en el seno de la sociedad. Dado que la autonomía –cuando es un
buen arreglo, aceptado por las partes– permite a los sujetos colectivos de que
se trata el ejercicio de anhelados derechos y libertades, casi siempre tiene
como efecto paulatino desalentar las tentaciones separatista que pudieran
existir.
El arreglo constructivo
Pero, precisamente,
el supuesto es que efectivamente se trata de un buen arreglo, “de un arreglo constructivo”, como lo calificó
hace unos años el relator especial designado por la ONU para analizar los
conflictos étnico-nacionales. Un arreglo adecuado garantiza una solución firme
y duradera, lo que en la práctica significa que el pacto autonómico alcanzado
dejó satisfechas a las partes. Particularmente que, según el sentir de los
grupos o pueblos involucrados, la fórmula autonómica acordada cubre mínimamente
los derechos y libertades que demandan.
Ahora bien,
sintetizando al máximo, ¿según la experiencia mundial acumulada, qué elemento
central se requiere para que los sujetos autonómicos queden complacidos y el
arreglo sea el fundamento de una solución firme y duradera? Básicamente, se
requiere que la autonomía implique un empoderamiento
de los sujetos. Es decir, que las colectividades beneficiadas con el régimen de
autonomía asuman plenamente los derechos mínimos que supongan, a su vez,
adquirir el poder imprescindible para que sus miembros se conviertan en
verdaderos ciudadanos: para que germine lo que se ha llamado una “ciudadanía
multicultural o étnica”. Las condiciones y reglas de este empoderamiento deben
especificarse con toda precisión en el régimen constitucional y en las leyes,
cuidando sin duda que no provoquen disminución o supresión de derechos de
otros. La autonomía es un sistema para reconocer o acrecentar derechos de
unos grupos o pueblos, no para anular o reducir derechos fundamentales de nadie.
Este
empoderamiento, comprende mínimamente que las colectividades concernidas (en
nuestro caso las indígenas):
1) Sean
reconocidas como pueblos o grupos con identidades propias. Este es un
requisito fundamental, sustento del reconocimiento de derechos colectivos. Éstos
no vienen a contraponerse a los derechos individuales, sino a complementarlos
e incluso a asegurar que tales derechos o garantías individuales puedan
ejercerse apropiadamente.
2) Tengan autoridades
propias, elegidas libremente (que no quiere decir a la buena de Dios) por
las mismas colectividades; esto es, que puedan constituir su respectivo “autogobierno”,
cuyas características, funciones o facultades, instancias administrativas,
etcétera, estén claramente normadas en el marco de la juridicidad del Estado.
3) Se les reconozca un ámbito
territorial propio que, desde luego, va más allá de la demarcación de las
tierras como parcelas o unidades productivas. Si bien en algunos regímenes
autonómicos se establecen los llamados derechos “cultural-personales”,
con independencia del ámbito territorial, éstos son complementarios y no
el fundamento único del sistema. En realidad, no se ha encontrado la fórmula
para instaurar esquemas de autonomía sin territorio. Dado que la autonomía
implica derechos sociopolíticos, instituciones, etcétera, estos derechos
deben tener un “piso” firme, un espacio de realización.
4) Adquieran las facultades y
competencias para preservar, en lo que consideren necesario, y para enriquecer
y aún cambiar o ajustar en lo que acuerden como imprescindible, sus complejos
socioculturales (lenguas, usos y costumbres, etc.). Aquí, en consecuencia,
no opera sólo un afán de conservar, como se cree a menudo, sino también la
vocación innovadora que está presente en los pueblos a lo largo de toda su
historia.
5) Puedan participar en las
instancias u órganos de decisión nacional y local. La autonomía no es
“enconchamiento”, autarquía, ensimismamiento o aislamiento, sino búsqueda de
participación plena en la vida nacional, en los órganos democráticos de la
nación. Desde luego, implica la participación en las llamadas “instancias de
debate y decisión nacional”: congresos locales y, en nuestro caso, el Congreso
de la Unión; y en general, en todas aquellas instituciones creadas para la
representación ciudadana, sin que la condición “étnica” levante un obstáculo
para ello.
6) Finalmente, que los pueblos
que se benefician del régimen autonómico puedan manejar los recursos propios,
y recibir los recursos nacionales en ejercicio de un federalismo cooperativo y
solidario, imprescindibles para que sus órganos y autoridades realicen las
tareas de gobierno y justicia que el propio orden legal les asigna.
En México, el
proceso autonómico ha atravesado por varias etapas. Es imposible hacer aquí un
recuento de todas ellas. Me concentraré en una crucial: el diálogo y la
negociación entre el EZLN y el Gobierno Federal en 1995-1996. ¿Qué se acordó
allí? La impresión que se ha buscado crear en la opinión pública, sobre todo en
los últimos tiempos, es que los Acuerdos de San Andrés que firmaron las partes
contienen todos los elementos de la autonomía, mencionados antes, en su
expresión cabal, completa e incluso –algunos así lo creen o hacen creer que eso
piensan– de manera sobrada. Eso les permite alegar a los inconformes que se
debe morigerar tal desmesura reivindicativa de los indígenas. La realidad, sin
embargo, es muy otra.
Los Acuerdos de San Andrés
fueron una transacción entre, por una parte, las demandas originales de
los pueblos indios y del propio EZLN, y, por la otra, las restricciones que la
delegación gubernamental trató de imponer por todos los medios a su alcance (y
hay que decir que no escatimó ninguno, incluyendo en ocasiones algunos
moralmente cuestionables). Pero, con todo, fue una negociación en estricto
sentido. Las partes realmente negociaron, lo que significa que buscaron una
formulación que incluyera lo fundamental, acorde con el tempo y la dinámica del proceso, aunque no se agotaran todas las
demandas que deseaba alcanzar una parte y todas las restricciones que procuraba
marcar la otra. Lo que se pactó fue logrado en buena lid. El EZLN así lo
advirtió en su momento, al igual que las organizaciones indígenas involucradas,
no obstante que señalaron reivindicaciones no alcanzadas. Por eso, estos
últimos calificaron lo convenido como “acuerdos mínimos”. No obstante,
buscando una salida política y mostrando una flexibilidad que brilló por su
ausencia en las posteriores posiciones gubernamentales, el EZLN,
primero, aceptó firmar los Acuerdos de San Andrés con la representación del Poder
Ejecutivo y, después, apoyó la propuesta elaborada por la Comisión de
Concordia y Pacificación (COCOPA), basada en aquellos acuerdos, aunque no
dejaran colmadas todas las demandas de los pueblos indios.
Así, una reforma constitucional
basada en la propuesta elaborada por la COCOPA, pese a sus limitaciones,
constituiría hoy la base de un “arreglo constructivo”, en el sentido
antes indicado. Pero, como sabemos, después de comprometer su palabra en el
diálogo y la negociación, el gobierno federal se desdijo, rechazó la propuesta
de la COCOPA y decidió enviar al Congreso su propia iniciativa de decreto. ¿La
iniciativa sobre derechos y cultura indígena presentada por el Ejecutivo
merecía el calificativo de acuerdo “constructivo”? Hay razones de peso para
creer que no. Me parece que ella, o cualquier otra variante fundada en los
mismos principios y la misma orientación, dejaría insatisfecha a una de las
partes (particularmente a los pueblos indios) y en esa medida resultaría un
fracaso el primer ensayo autonomista de México en materia de derechos
indígenas.
Por supuesto, esto
no sólo hay que afirmarlo; se requiere probarlo con un mínimo de certidumbre,
para lo cual el análisis comparativo de las propuestas contrapuestas
actualmente en manos del Congreso es el procedimiento recomendable. Lo haremos
más adelante. Pero antes conviene pasar revista a unos cuantos asuntos
centrales que están en juego, los cuales nos indican hasta qué punto lo que
está en debate no es la mera discrepancia secundaria entre iniciativas que
podrían ser prácticamente intercambiables, como han sugerido algunos analistas,
sino cuestiones de fondo que pueden modelar el futuro rostro de la nación.
Todo indica que se acortan rápidamente los
tiempos para que el Congreso de la Unión defina el sentido de las reformas
sobre Derechos y Cultura Indígena, como se denominó a este primer tema en
las negociaciones de San Andrés Larráinzar. El país entero está pendiente de
este desenlace largamente esperado. Se trata de un asunto de enorme
importancia, que sin duda marcará nuestro derrotero durante mucho tiempo. Allí
quedará decidido si México continúa siendo una nación que niega su diversidad o
si, por el contrario, se echarán las bases de una sociedad plural, tolerante e
incluyente, en la que quepan las autonomías de los pueblos indígenas.
Las reformas constitucionales sobre derechos
y cultura indígena que están en puerta son una oportunidad histórica para dar un paso firme hacia la solución
del problema ya secular que atraviesa la historia de nuestro país: la condición
de exclusión, subordinación y aguda desigualdad que afecta a los pueblos
originarios de México.
A tal efecto, la primera cuestión a tomar en
cuenta es que no tendremos en México un régimen
plenamente democrático, mientras los pueblos indígenas estén prácticamente
marginados de la participación y la representación políticas que les
corresponde como parte de la nación. La democracia no admite excluidos ni
minorías permanentes, mucho menos si ello se impone en razón de las
características socioculturales de un sector.
Por consiguiente, sólo en tanto los miembros
de esos pueblos dejen de ser ciudadanos de segunda y, merced a las reformas constitucionales
y legales correspondientes, adquieran la ciudadanía
plena, se podrán remover las barreras que les impiden aprovechar las
oportunidades para promover su propio desarrollo y su modo de vida. Así, pues,
los plenos derechos políticos,
de que carecen los indígenas hasta ahora, son condición necesaria para su
prosperidad como colectividades y como individuos.
Pero esos derechos, en este caso, deben
contemplarse como prerrogativas de los indígenas en tanto pueblos. Los derechos individuales y las garantías ciudadanas que
consigna nuestra constitución son, desde luego, necesarios e irrenunciables
también para los indígenas; pero no son suficientes. A este reconocimiento
debe agregarse –como ya se ha hecho en muchos países de Europa, Asia y América
Latina– un conjunto de derechos específicos que expresen, en la práctica, el
reconocimiento de que efectivamente la nación tiene una composición pluricultural. De otro modo, este
principio consignado ya en nuestra Carta Magna desde 1992, seguirá siendo una declaración
meramente retórica y hasta cínica.
Bajo estos criterios básicos deben evaluarse
tanto la propuesta de la COCOPA –enviada a la Cámara de Senadores
como iniciativa de reformas y adiciones a la constitución por el actual
titular del Poder Ejecutivo, Vicente Fox, el 5 de diciembre de 2000–, como
las iniciativas presentadas al mismo Congreso de la Unión por el Partido Acción
Nacional (PAN), el anterior presidente de la República (Ernesto Zedillo)
y el Partido Verde Ecologista de México (PVEM), los días 12, 15 y 24 de
marzo de 1998, respectivamente.
Para dicha evaluación, el elemento crucial
que debe considerarse es, ante todo, el relativo a la misma legitimidad
política de cada una de las iniciativas mencionadas. A este respecto, se debe
tener presente que sólo la iniciativa
que recoge la propuesta de la COCOPA cuenta ya con un amplio y sólido consenso
político. Por si hiciera falta, recordemos que dicha propuesta incluye
los principales acuerdos firmados por el EZLN y la representación gubernamental
en febrero de 1996; que fue elaborada por los miembros de la primera comisión
legislativa, que incluía a diputados y senadores de todos los partidos
políticos entonces representados en el Congreso de la Unión; que, como
formulación autonómica mínima, recibió el apoyo de prácticamente todas las
organizaciones indígenas del país, así como de la inmensa mayoría de las
agrupaciones civiles y políticas interesadas en la problemática étnica. Este
amplio consenso político no debe ser ignorado por los legisladores a la hora de
cumplir con su responsabilidad constitucional.
Si de lo que se trata es de aprobar reformas
y adiciones constitucionales que, al mismo tiempo, sean satisfactorias para los
pueblos indígenas y para un amplio sector de la población no india, sin duda es
la formulación de la COCOPA la que reúne las cualidades para el logro de tal
fin. En ningún país en que se ha alcanzado algún arreglo exitoso y duradero en
materia de derechos autonómicos, como ya indiqué, se ha ignorado este criterio
cardinal.
Dado que la aprobación legislativa de la
fórmula alcanzada por la COCOPA es, además, una de las tres condiciones o
“señales” (junto con el retiro del ejército de siete puntos y la liberación de
los presos zapatistas) establecidas por el EZLN para reanudar el diálogo y la negociación con el actual gobierno, se
entiende que convertirla en letra constitucional es un factor inmediato y
efectivo para impulsar la paz en el
país, mediante la razón y la vía política. Nada se ganaría con realizar
reformas que dejasen insatisfechos a los principales interesados
(específicamente a los pueblos indígenas) y que, por ello mismo, no promoverían
la paz y en corto plazo podrían, incluso, agravar la situación de conflicto que
llevó, hace un lustro, a buscar un difícil arreglo vía las negociaciones de San
Andrés Larráinzar.
Pueblos y comunidades: diferencias de fondo
Examinemos ahora con brevedad, comparativamente, algunos aspectos centrales de las diversas iniciativas. Destaca en primer término la presentada por el PVEM, dada su ostensible distancia respecto de los acuerdos autonómicos mínimos. La iniciativa de este partido disuelve por completo el contenido y el sentido de la autonomía que animó el diálogo de San Andrés. Este solo hecho, en el que no me detendré aquí, debería ser suficiente para descartarla como base de una reforma satisfactoria.
La iniciativa del PVEM adolece de
muchos de los defectos que se advierten en las otras, según mostraré más
adelante. Pero, además, la propuesta de la organización “ecologista” se aparta,
notablemente, de delicados consensos básicos. Tomarla como base de un arreglo
crearía una situación complicada, pues incluye reformas y adiciones a diversos
artículos constitucionales que no están contemplados en los Acuerdos de San Andrés
ni en la formulación de la COCOPA ni, tampoco, en ninguna de las demás
iniciativas sobre la materia. Ejemplo de ello son las reformas o adiciones al
artículo 3° constitucional, así como las referidas a los artículos 25 y 27
constitucional, que inopinadamente están incluidas en la iniciativa del PVEM.
Es evidente que las partes en el diálogo de San Andrés consideraron que las
eventuales reformas a dichos artículos deberían ser materia de negociaciones y
acuerdos posteriores.
En particular, y de manera explícita, en los Acuerdos de San Andrés
se especifica, como un compromiso de las partes, que lo relativo al tema
agrario del 27 constitucional se trataría en la Mesa 3 de las ya pactadas, de
conformidad con los documentos que sirvieron de norte a las pláticas de San
Andrés: Protocolo y bases para el diálogo
y la negociación de un Acuerdo de Concordia y Pacificación con Justicia y
Dignidad entre el gobierno federal y el EZLN (del 11 de septiembre de 1995)
y Resolutivo acordado por las
delegaciones del gobierno federal y el EZLN sobre desagregación del tema,
número de invitados, sede y tiempos de la mesa y grupos de trabajo de Derechos
y Cultura Indígena (del 3 de octubre de 1995).
Independientemente de los méritos que puedan
contener las propuestas del PVEM sobre los temas mencionados, que no juzgo en
este momento, resulta claro que sería inaceptable para las partes negociadoras
originales (sin duda para el EZLN, pero seguramente también para el gobierno)
que en las reformas se incluyesen cambios a artículos constitucionales sobre
temas aún no discutidos. A mi juicio, este solo factor complicaría enormemente
el proceso y, por consiguiente, haría aconsejable que las comisiones
dictaminadoras del Congreso descartasen, de entrada, la iniciativa del PVEM.
En adelante, me referiré a las propuestas de
las demás iniciativas en relación con el estratégico artículo 4°
constitucional. En lo relativo a éste, entre las respectivas formulaciones
enviadas al Congreso (la de COCOPA, la presentada en su momento por el entonces
presidente Zedillo y la del PAN) se advierten diferencias de fondo con
respecto a la definición del derecho básico de los pueblos indígenas: el
binomio libre determinación/autonomía.
En la propuesta de la COCOPA son los pueblos indígenas los sujetos de ambos derechos: el de libre
determinación es el derecho general y el de autonomía el derecho específico en
que se concreta el primero (“Los pueblos indígenas tienen el derecho a la libre
determinación y, como expresión de ésta, a la autonomía como parte del Estado
mexicano”). En la iniciativa de Zedillo, en cambio, se disocia el sujeto de uno
y otro derecho: los pueblos son los sujetos de la libre determinación, mientras
que la autonomía es derecho de las comunidades.
El texto de Zedillo expresa que “los pueblos indígenas tienen derecho a la
libre determinación; la expresión concreta de ésta es la autonomía de las
comunidades indígenas”.
Conviene subrayar que una vez hecha pública
esta reducción de la autonomía sólo al ámbito
de la comunidad (correlativa a la negación zedillista de la
autonomía como un derecho de los pueblos indios) fue rechazada explícita y
tajantemente por la comandancia zapatista. Al respecto, y en clara alusión a la
iniciativa zedillista, en la Quinta
Declaración de la Selva Lacandona el EZLN expresó: “Ninguna legislación que
pretenda encoger a los pueblos indios al limitar sus derechos a las
comunidades, promoviendo así la fragmentación y la dispersión que hagan posible
su aniquilamiento, podrá asegurar la paz y la inclusión en la Nación de los más
primeros de los mexicanos. Cualquier reforma que pretenda romper los lazos de
solidaridad históricos y culturales que hay entre los indígenas, está condenada
al fracaso y es, simplemente, una injusticia y una negación histórica”.
En suma, en la formulación
definitoria que se propone para el artículo 4° constitucional, la primera
propuesta del gobierno federal (aún entre las iniciativas que debe dictaminar
el Congreso) realiza una maniobra que en el fondo anula el derecho a la libre
determinación y la autonomía. No se trata de un cambio menor o sólo de forma.
Estamos ante una modificación, totalmente alejada del espíritu y la letra de
los Acuerdos de San Andrés, que determina todo el resto de la propuesta
gubernamental. Ese cambio establece una lógica completamente divergente de los
acuerdos, de tal importancia que permite afirmar, sin exageración, que invalida
la autonomía como derechos mínimos.
En este punto,
aunque mediante otro procedimiento, la iniciativa presentada por el PAN
no es diferente. En la de este
partido también son las comunidades las que “gozarán” de autonomía. La
autonomía se expresará y ejercerá en el ámbito del municipio, en los términos
que establezcan las respectivas constituciones locales. Serán los
ayuntamientos los que elaborarán las “cartas
municipales” (en las que deberán preverse “las atribuciones y derechos”
de los indígenas) y, a su vez, las legislaturas de los estados tendrán que
darle su aprobación. De este modo, la “autonomía” resulta “heteronomía”, pues los términos de aquélla
serán determinados no por los propios pueblos –de acuerdo con las normas que
quedarían establecidas en la Carta Magna, como lo hace la de la COCOPA,
acertadamente a mi juicio–, sino por los ayuntamientos y, en última instancia,
los congresos locales. Así, pues, la iniciativa del PAN no propone crear
municipios con facultades autonómicas de los pueblos indios, sino poner en
manos de los ayuntamientos (con el necesario aval de los congresos locales) en
qué términos se reconocerán atribuciones y derechos a las comunidades
respectivas.
Es debido a ello, por ejemplo, que en la
propuesta de la COCOPA se habla de que los pueblos
podrán “Decidir sus formas internas de convivencia y organización...” o “Elegir
a sus autoridades y ejercer sus formas de gobierno... en los ámbitos de su autonomía”; mientras en la iniciativa del PAN
son las cartas municipales las que indicarán “Las normas para decidir...” o “El
procedimiento para elegir...” de que gozarán las comunidades, lo que en este caso, además, será determinado por los
ayuntamientos y los congresos locales.
Esta formulación es congruente con el hecho
de que la propuesta del PAN no
incluye el derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas. Esto es perfectamente
comprensible: sin autodeterminación, la autonomía deviene heteronomía. Por lo
mismo, no es casual que esta iniciativa omita en su formulación del 4°, las
fracciones IV y VII del segundo párrafo (las cuales aparecen tanto en la
propuesta de la COCOPA como en la iniciativa de Zedillo, aunque con
diferencias), que se refieren al derecho de los pueblos a “Fortalecer su
participación y representación políticas” y a “Adquirir, operar y administrar
sus propios medios de comunicación”, respectivamente. Un camino como el que
ofrece la iniciativa del PAN supondría una disminución adicional en el
ejercicio de derechos, aún en comparación con la iniciativa presidencial de
Zedillo.
Otro elemento
importante es la cuestión territorial. En realidad, en los Acuerdos de
San Andrés no se estableció, en sentido estricto, un fundamento territorial
para la primera formulación mexicana de la autonomía; es decir, territorio con
un claro contenido jurisdiccional. En parte debido a ello, tampoco se dispuso
la autonomía como un orden de gobierno adicional en la organización de poderes
verticales del sistema federal. A ambas opciones se opuso rotundamente la
delegación gubernamental. Después de un fatigoso jaloneo entre las partes, esas
dos severas restricciones resultaron parte de los acuerdos. Pero sí se
estableció con todas sus letras, y así lo recogió la COCOPA (artículo 4°, párrafo segundo, fracción V), que los pueblos
indígenas podrían acceder de manera colectiva “al uso y disfrute de los
recursos naturales de sus tierras y territorios”, entendidos éstos como
lo establece el Convenio 169 de la OIT. Posteriormente, al gobierno esto le
pareció inaceptable.
Así, pues, mientras la propuesta de la COCOPA
implica una innovación en el ejercicio de los derechos para los pueblos
indígenas en la materia mencionada, la presidencial omite la referencia al territorio y, además, sujeta el acceso
mencionado a las formas y modalidades de propiedad previstas en el artículo 27
constitucional. Ello implica que, en rigor, se reconoce un derecho que
encontraría grandes obstáculos para ejercerse cabalmente, dada la formulación
actual del 27. Ya que, como se ha visto, tanto la iniciativa presidencial como
la del PAN limitan el ámbito autonómico a la comunidad, la esfera de ejercicio
del derecho mencionado quedaría drásticamente restringida.
En el párrafo tercero de las iniciativas, el
ordenamiento de que la Federación, los estados y los municipios promuevan el
desarrollo equitativo y sustentable de los indígenas, en la versión COCOPA debe
hacerse con el concurso de los pueblos
indígenas, mientras que en la de Zedillo debe hacerse con las comunidades (la del PAN omite este
punto). En lo relativo a los programas educativos, los destinatarios son los
pueblos, según la versión de la COCOPA; y las comunidades, de acuerdo con la de
Zedillo y el PAN.
La misma divergencia se repite en los
párrafos que tienen que ver con el acceso a la “jurisdicción del Estado” y el
establecimiento de las “instituciones políticas necesarias para garantizar la
vigencia de los derechos” de los indígenas. En relación con el acceso a la
jurisdicción del Estado se advierte la cuestión adicional de que en la
propuesta de la COCOPA se indica que en los juicios y procedimientos
se tomarán en cuenta las “prácticas jurídicas
y especificidades culturales” de los pueblos, mientras la presidencial se
refiere a las “prácticas y particularidades culturales” y la del PAN a
sus “usos, costumbres y especificidades culturales”. No es sólo una
diferencia de términos.
En suma, una evaluación comparativa de la
propuesta de la COCOPA, la iniciativa de la presidencia (15 de marzo de 1998) y
la del PAN, reparando solamente en las reformas y adiciones al artículo 4°,
permiten desprender las siguientes consideraciones:
a) Sólo la propuesta de la COCOPA disfruta ya
de un amplio consenso, que nació en los diálogos y las negociaciones de San
Andrés Larráinzar; del apoyo prácticamente unánime de las organizaciones y
pueblos indígenas, así como de la simpatía de amplios sectores de la sociedad
civil no indígena.
b) Sólo la propuesta de la COCOPA incluye una
concepción autonómica propiamente dicha (aunque magra), en tanto establece como
principio y fundamento de la
autonomía el derecho a la libre
determinación de los pueblos indígenas. La iniciativa del PAN omite
totalmente este fundamento, mientras la enviada por Zedillo durante su mandato
vincula la autonomía con la comunidad exclusivamente (y esto, dicho sea de
paso, de modo sumamente restrictivo). En lugar de un régimen de autonomía, las
“cartas municipales” de la iniciativa del PAN configuran, en sentido estricto,
una relación de “heteronomía”.
c) Al igual que los Acuerdos de San Andrés,
la propuesta de la COCOPA comprende el derecho territorial de los pueblos
indígenas (particularmente en lo relativo al uso y disfrute en dichos
territorios de los recursos naturales), definido de acuerdo con el Convenio 169
de la OIT, mientras la presidencial de 1998 lo omite por completo. Tanto en la
referencia explícita de la iniciativa del PAN, cuando hace alusión al “ámbito
territorial”, como en la implícita que contiene la presidencial, el campo de
ejercicio queda restringido a la comunidad. El convenio 169, los Acuerdos de
San Andrés y la propuesta de la COCOPA, en cambio, entienden el territorio como
“la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas usan u ocupan”.
Considerando todo lo anterior, las comisiones
correspondientes del Congreso de la Unión deberían elaborar un dictamen
positivo de la propuesta de la COCOPA sobre Derechos y Cultura Indígena
(convertida en iniciativa de decreto en el mes diciembre de 2000), desechando
las demás iniciativas. A continuación, por el bien del país, en el pleno de
ambas cámaras se debería aprobar la versión de los Acuerdos de San Andrés
elaborada por la COCOPA.
·
Investigador del Centro de Investigaciones y
Estudios Superiores en Antropología Social (ciesas), México.
Obras recientes: Indigenous peoples in
Latin America. The quest for self-determination, Westview Press (Harper
Collins Publishers), Colorado/Oxford, 1997, y La rebelión zapatista y la autonomía, Siglo XXI Editores, México,
1997.
ALERTANET EN DERECHO Y SOCIEDAD/
LAW & SOCIETY
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