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ALERTANET
EN DERECHO Y SOCIEDAD/ LAW & SOCIETY |
Democracy: an issue of public health
Nota: La
responsabilidad por los contenidos y todos los derechos de autor pertenecen a
Max Hernández.
Texto enviado a ALERTANET
por Luz Roca luluroca@terra.com.pe: Es un texto que Max
Hernández, psicoanalista, leyó a raíz de la celebración del día de la salud
mental en el Perú.
LA
DEMOCRACIA: UN ASUNTO DE SALUD PÚBLICA
Max Hernández,
Psicoanalista
En el cuarto final del
siglo XX tres graves crisis sacudieron a la nación. Una estela turbulenta de
procesos enmarañados y contradictorios dio lugar a que una atmósfera teñida de
autoritarismo, sumisión, temor a ejercer la crítica y modos antidemocráticos
ensombreciese la escena nacional. Las crisis no son asuntos que se sitúen al
margen de la vida cotidiana. Inciden en los procesos subjetivos. La subversión
terrorista y la guerra sucia llevaron a que el terror, la parálisis y la furia
se aposentasen en el fuero íntimo de las personas. El derrumbe de la democracia
transformó el quehacer político en espectáculo y redujo a la ciudadanía a la
condición de simple teleaudiencia mientras los manejos y enjuagues del poder se
cocinaban en los sótanos desde los que se administraba la corrupción. En el
clima propio de tales circunstancias, el espejismo de una modernización
excluyente fascinó a más de un sector de la población.
* * *
Un breve recuento de las tres crisis mencionadas con
el acento puesto menos en su concatenación que en su significado ha de servir
para ingresar al torbellino subjetivo que se agita bajo su superficie. Ellas
tuvieron como preámbulo
los momentos finales de los procesos de descolonización y el breve auge político de los países del
Tercer Mundo en la escena internacional. En el Perú, el fenómeno migratorio
daba ingreso a las ciudades a nuevos grupos que en su momento aspirarían a la
expresión política. Con tal telón de fondo, un gobierno de facto dictó un
conjunto de reformas que intentaban transformar la realidad nacional mediante
la intervención radical de un Estado militarizado. Las medidas impuestas desde
el poder polarizaron a la sociedad peruana. Se produjo un entrevero de
sentimientos: temores -muchas veces infundados- frente a lo que se sentía
perder- y esperanzas -casi nunca colmadas- ante lo que se podía obtener. La
importancia del momento es innegable. Aún hoy día, hay quienes señalan que
marcó el inicio de la decadencia del Perú y quienes afirman que fue el comienzo
de la modernización de la sociedad peruana.
La
subversión terrorista se inició al término del gobierno militar. Correspondía a un tipo extendido de guerra interna que,
visto a la luz de los acontecimientos posteriores, coincidía con los violentos
estertores de los momentos finales de la guerra fría. Sin embargo, había un asunto
crucial. La estrategia subversiva había elegido el terror indiscriminado como
arma de lucha. Así se desató una guerra interna, insidiosa y cruel que asumió
formas inusitadas de barbarie. Las matanzas de campesinos, los apagones, los
coches-bomba y los secuestros se sucedían con monótona regularidad. La sociedad
sufrió la guerra en carne propia, la violencia se inscribió en los cuerpos de
muchos y en la psicología colectiva de nuestra sociedad. Los métodos del terror
iniciados por Sendero Luminoso contaminaron no sólo al ejército, pues la guerra
sucia, las violaciones de los derechos humanos, los asesinatos en masa, la
crueldad y la tortura no causaron la repulsa ciudadana.
El terror encuentra sus
raíces más profundas en el universo de los miedos infantiles. El terror
senderista había convertido a parte de la población campesina en sus
petrificados cómplices. El terror que inspiraban las fuerzas represivas, hizo
de parte de la población urbana espectadores aquiescentes y pasivos de excesos
y violaciones de los derechos humanos. La guerra interna significó una tragedia
social y activó dramas íntimos por doquier. La conflagración que tuvo su
epicentro en Ayacucho desencadenó en la intimidad psíquica viejos fantasmas que
no se reconocían como propios. Pronto
el miedo generado por la espera de un ataque inesperado dio paso a una
agresividad desesperada y temerosa. En el horror de esos años gravitaba un
desconocimiento, una indiferencia y un menosprecio del otro seculares. Un
imaginario dualista de muy viejo cuño que enfrentaba lo indio y lo occidental
volvía a primar. El país mestizo se ubicaba a ambos lados de la línea que
separa los estereotipos de lo blanco y de lo cholo velando el pluralismo, los
matices y las complejidades de un mestizaje cada vez más visible. Ni los siglos
de mezclas, ni el medio siglo de andinización de las ciudades, ni la reciente
cholificación de las costumbres afectaban a la escisión que estaba en la base
del dualismo imaginario.
La sociedad peruana,
mayoritariamente urbanizada, fue llevada por los acontecimientos del miedo al
engendro que parecía haber surgido de las entrañas andinas al odio al extraño,
es decir, aquel a quien se puede odiar sin culpas. Poco a poco la sensibilidad se fue encalleciendo y se mostró una
tolerancia con prácticas que movilizaban los aspectos sadomasoquistas que el
enfrentamiento había despertado. Se
cometieron crímenes de lesa humanidad. El empleo de la tortura sucedía a las
matanzas y a las fosas comunes. La tortura es uno de los capítulos más
nauseabundos de las violaciones de los derechos humanos. Supone el ejercicio de
una voluntad de poder inhumana y deshumanizante que, en la informada opinión de
Alexander Mitscherlich, carece hasta de aquel resquicio de humanidad que la
búsqueda erótica deja seguir latiendo en el sádico. Pese a que se sabía que era
empleada -en, desde, para y por el control político- no fueron muchas las voces
que la condenaron.
La guerra sucia ha dejado
una zanja poblada de lutos y una secuela de efectos traumáticos. Flota en el
ambiente la pregunta de si esos años tienen que ver con el aumento de la
delincuencia, el pandillaje, los linchamientos y la violencia familiar. Tal vez
sea así. Pero de lo que no cabe duda es de que la insensibilidad frente al
dolor ajeno y a las desigualdades más extremas se agravó. Se ha querido
extirpar esos años del recuerdo, enterrarlos en el olvido, aceptar sus horrores
como el costo social necesario. Ocultar los aspectos dolorosos del pasado lleva
consigo el riesgo de que se repitan. La sociedad debe elaborar sus duelos,
restañar sus heridas y mitigar sus traumas. En suma, curarse para estar en paz
consigo misma. Queda, pues, una enorme tarea pendiente. Una tarea de paz y
reconciliación que corresponde a la sociedad en su conjunto pero cuya
realización exige la voluntad política que haga posible entender el contexto
que hizo posible esa guerra y conocer sus exactas circunstancias para sí poder
integrar a nuestra historia su significado y sus consecuencias a fin de que no
vuelva a repetirse.
La segunda crisis tuvo sus
raíces en el descrédito total de los partidos políticos, el desgobierno de los
últimos años de la década de los 80 y los ataques, justificados o no, que
recibió el sistema político tradicional. Una atmósfera de profundos cambios
tecnológicos, políticos, sociales y culturales de alcance mundial no había
modificado el clima de descontento generalizado que se vivía en el Perú. En
tales circunstancias se perpetró el golpe de Estado de <1992. Él autogolpe desarticuló
las estructuras
partidarias, acabó con la independencia de los poderes, controló los organismos
del Estado, desapareció virtualmente toda forma de representación e
intermediación y ejerció el monopolio ideológico. Terminó con el estado de
derecho. También recortó un conjunto de funciones sociales del Estado y amplió
sus actividades represivas. Las mayorías prefirieron creer que
se quería terminar con un modo de entender la política y se negaron a percibir
que se estaban sentando las bases para un orden autocrático.
Operando en un vacío
político e ideológico, el gobierno llevó a la práctica un par de ideas
centrales. Una, pretendía ser el
remedio para las graves experiencias sufridas por el país: la amnesia
selectiva. Después de todo el país había tolerado las matanzas de Cayara, el
asesinato de los penales, la masacre de Barrios Altos y otros horrores. Una ley
de amnistía, loas al vencedor y, de cuando en cuando, la reactivación del
monstruo del terror, servían para
tal propósito. Sobre la pantalla amnésica se desplegó el
espectáculo, esta era la segunda idea. Los sociólogos se han referido hace ya
algunos años al advenimiento de la sociedad del espectáculo. En “un país
moderno”, “con futuro” y con televisores, la política se podía transformar en show. Un espectáculo en el que
personajes, mensajes e imágenes serían llevados, traídos y mostrados por los
medios. Después de todo, las relaciones que la audiencia televisiva establece
con el poder son pasivas, conformistas, consumistas. La televisión resultaba un
instrumento capaz de manipular la docilidad psíquica propia de las tendencias
autoritarias de las masas.
A la par del
desmantelamiento institucional, se fue construyendo en el Perú una idea del
Estado en la que la visión jugó un papel absolutamente central. Esta manera
visual de entender y percibir las funciones del Estado fue llevada a sus
extremos en los últimos años, cuando adquirió autonomía y desplazó toda lectura
crítica del quehacer político. Los
gestos triunfalistas no fomentaban la posibilidad de unión y subrayaban las
virtudes del verticalismo. La censura auto-impuesta de la
televisión fue la piedra angular del régimen visual. La manipulación de la
información televisada constituyó una forma de fabricar la realidad: a través
de ella se podían moldear las percepciones, creencias y representaciones
colectivas. El público televidente se fue acostumbrando a la dieta prescrita
por el régimen: desinformación, talk-shows,
terrorismo de la imagen y otras lindezas. Regía la lógica de lo visual:
creo en lo que veo, lo que no veo no existe, me gusta mirar, me asusta mirar.
La naturaleza visual del
régimen refleja un problema político que tiene que ver con el ejercicio del
poder y la nueva naturaleza del Estado. Se empezó con una historia televisada
que redujo el pasado republicano a los tres años previos a su exhibición. Con
el auge de los políticos sin partido, había surgido un extraño sistema,
corruptible por excelencia y caldo de cultivo para el tronchismo. Un gobernante sin mayores vinculaciones políticas ni
institucionales, deseoso de mostrarse en público, ofrecía una doble ventaja. Lo
primero permitía la concentración de un poder oculto y la popularidad derivada
de su exhibicionismo no hacía necesario prescindir del marco electoral. El
espectáculo ejerció su imperio hipnótico sobre sectores mayoritarios de la
población. El gobernante aparecía en todos los lugares imaginables. Su imagen
ubicua permitía las identificaciones más diversas. Tras la imagen amable se
jugaba el autoritarismo mesiánico con los atractivos que rodean a la
personalidad autoritaria. En los momentos de confusión todo ello servía para
“justificar” la arbitrariedad y el desdén por la democracia.
Entretanto, el SIN
interiorizó las prácticas del terrorismo subversivo. Esta vez el terror y la
coerción se ejercieron desde el centro del poder político. Tras la mascarada
del gran espectáculo televisivo, el poder real se ejercía desde los sótanos del
SIN. La realidad de los operativos “psicosociales”, los aparatos de chuponeo,
las grabaciones y los vídeos sustituyó la virtualidad de los mil ojos y oídos
con los que decía contar Sendero Luminoso. Pero hubo algo más: la modalidad primitiva del ejercicio del poder
corruptor. Los vídeos del chantaje permiten ver la validez de lo que Juan
Abugattás ha denominado “la hipótesis Montesinos” acerca de la corruptibilidad
de los altos mandos militares y de importantes segmentos de la dirigencia
política y del liderazgo empresarial con los que se conformó el grupo que
manejó los asuntos públicos.
Los vídeos del ex-asesor
permiten conocer algo de las obscenas intimidades del régimen visual. Entre
bambalinas, cual mirón furtivo, registró los actos vergonzosos y deshonrosos,
inducidos por él mismo, con los que podría destruir las reputaciones de sus
cómplices y víctimas. Pero no sólo la oscuridad lo protegía, se asumía que el
ex-asesor “velaba” desde las sombras por la seguridad ciudadana. En los
aledaños del poder se susurraba que la eminencia gris del SIN y virtual jefe de
las fuerzas armadas y policiales era un estratega genial que había optado por
mantener un perfil bajo y que entre sus virtudes brillaba la discreción. En lo
que se refiere a la eficacia de los aparatos de dominación, no está demás
recordar una observación de Otto Kirchheimer en relación a la Gestapo. El éxito
de sus operaciones dependía “más de la organización y el acceso al equipamiento
técnico apropiado que a ninguna capacidad especial”.
Un curioso vínculo estuvo
en la base de la relación simbiótica que se estableció entre el gobernante que
amaba exhibirse y el asesor que amaba mirar envuelto en la sombra. Se había
logrado el tandem autoritario
perfecto. La dupla podía ejercer un poder omnímodo. Un amplio segmento de la
población que empezaba a ensayar el individualismo, atomizada por el miedo y
fascinada por las imágenes televisadas consideró que la manera de ejercer la
política de estos seres providenciales, ajenos a las seducciones de la política,
era no sólo aceptable sino ejemplar.
Tomó un largo tiempo para que la contundencia de las evidencias sacara a
los jóvenes y a los universitarios a las calles: “el miedo se acabó” fue el
grito que comenzó a sacudir el letargo de la población y que preludió las
manifestaciones masivas. La transmisión de un vídeo tuvo como efecto inmediato
la súbita inversión de la dirección de las miradas y puso en evidencia la
hipercorrupción que todos sospechaban y que un poder judicial manipulado
impedía probar. El espejismo se desvaneció. Era imposible seguir negando el
fraude electoral.
En medio del escándalo de
Watergate, cuando el pueblo estadounidense descubría la desmesura de la
ambición, la forma inescrupulosa de buscar el poder y el impúdico oportunismo
de Nixon, Leo Rangell acuñó el concepto de “sindrome de la integridad
comprometida”. La descripción clínica hace referencia a una condición cuya
relación con la sociopatía y la criminalidad es equivalente a aquella que
existe entre la neurosis y la psicosis. Quienes ejercen el poder transgrediendo
las normas y comprometiendo su integridad suelen ser objeto de una atracción
ambivalente. El sindrome de la integridad comprometida se infiltra en los
intersticios de la vida cotidiana. Como dice Rangell, el público observa al
gobernante inescupuloso “con creciente
pavor y fascinación, como si observara a un juglar o a un embaucador”. Sin
participar directamente de la corrupción queda capturado por el brillo del
poder abusivo y termina por aceptar sus sucias prácticas. Es decir, muestra las
proclividades a la corrupción propias del ser humano.
La sociedad vive el desconcierto y la perplejidad que
acompaña al descubrimiento del grado en que estuvo comprometida su propia
integridad. Se debaten alternativas antagónicas: la búsqueda de una justicia ideal o la aceptación de lo ocurrido
como una mera instancia de lo que sucede en el mundo real y concreto. Saltan al
primer plano cuestiones básicas que exigen una toma de posición de la
ciudadanía. Hay un tema de fondo que surge directamente del escabroso asunto
del dinero sucio obtenido del tráfico de drogas y de armas y de las
implicaciones morales de este hecho: quienes participaron en la hipercorrupción
atentaban directamente contra la democracia y el estado de derecho. En consecuencia,
la segunda tarea inmediata implica al mismo tiempo la conformación de una idea
de moralidad pública y el encarar decididamente las reformas institucionales
que hagan posible la gobernabilidad democrática. En las actuales circunstancias
ambas pasan tareas de primer orden.
La tercera crisis se
manifestó en dos tiempos, el de la inflación
y el de la recesión económica. En el primer momento el acmé del
terrorismo contribuyó a agravar la situación. El segundo ocurrió mientras se
daban las maniobras reeleccionistas y
estalló el escándalo de la corrupción. La inflación alcanzó cifras
astronómicas. Elías Canetti ha comparado el fenómeno inflacionario, por su
seriedad, con las guerras y revoluciones. No se trata tan sólo de que la unidad
monetaria pierde su valor, su solidez, su límite, su credibilidad, su
confiabilidad. La extendida sensación de devaluación desborda lo meramente
económico. La pérdida del valor de la
moneda incide en la pérdida del valor del trabajo, del ahorro; en suma, del
valor propio. La posibilidad de obtener cierto grado de seguridad a través de
ahorrar los frutos del esfuerzo se desvanece. La hiperinflación no hace sino
reflejar en el plano económico el gesto hiperbólico y grandioso de una política
que ha cortado todo contacto con la realidad cotidiana. Los ceros a la derecha
valen tanto como los ceros a la izquierda. Hasta los más pobres manejan cifras
millonarias que aumentan hora a hora mientras su valor real disminuye minuto a
minuto. Al referirse a la hiperinflación brasileña Waldemar Zusman escribió que
se había pasado de los límites de una inflación “neurótica” para ingresar al
terreno de la inflación “psicótica”.
El país fue declarado
inelegible por los organismos financieros internacionales. En la segunda mitad
de la década de los 80, los Estados Unidos, Inglaterra y los organismos
financieros internacionales seguían el credo neoliberal con estricta
obediencia. La solución del problema de la hiperinflación siguió las recetas económicas del FMI. Ello
significó la puesta en orden de las cuentas fiscales y la estabilidad de la
moneda. Las
premisas de la economía de mercado no fueron explicadas: simplemente se las
quiso aplicar como la panacea. Un
fundamentalismo económico de cualidad teológica que implicaba la
sumisión a los automatismos inexorables del mercado se enraizó en el sentido
común. Puesto que se salía de un período de muy serias restricciones se desató
un anhelo consumista, un optimismo infundado y un abuso del crédito. Las ofertas pagaderas a plazos fueron
hechas desde una perspectiva irreal. La gente recurría al crédito porque no
tenía cómo pagar. Mientras que aumentaba el número de televisores en el país,
bajaba la renta real per cápita. Era
como si en los sectores menos privilegiados se comprasen más televisores para olvidar
que se estaba siendo más pobre. Para decirlo con las palabras de Tomás Moulian,
la sociedad se consumía en el consumo.
El intento por elevar los
niveles de bienestar de la sociedad sin alterar para nada sus relaciones
autoritarias y señoriales fue llevado adelante bajoo las banderas de la globalización. Se
pudo lidiar con la hiperinflación pero no se intentó transformar las
estructuras sociales, es decir, las relaciones entre los grupos de la sociedad.
Hubo un gran desfase entre la ideología del mercado y la realidad
socio-económica. La
economía informal tuvo como contrapartida la presencia cada vez mayor de la
actividad financiera especulativa. Una proporción relativamente ínfima de
tarjetas de crédito plastificó la economía. Se coontinuó con el clientelaje y, bajo cuerda,
con las prácticas mercantilistas. Se desarticularon las actividades productivas
y comerciales y los regímenes de trabajo sin modificar los sistemas
distributivos. La grave recesión económica ha traído por tierra las
ilusiones. A la postre
se demostró el carácter quimériico del intento de modernización
autoritaria: bienestar en las cifras y hambre, pobreza y malestar en la
sociedad. El proyecto de modernizar el país sin alterar su estructura
social era apenas un espejismo: la modernización sin modernidad. Su fracaso, a
fines de los 90, coincidió con el destape del pantano de la hipercorrupción.
Una de las necesidades de
estos tiempos es entender mejor el significado de la economía: la relación
entre las cifras macroeconómicas y las realidades sociales. El costo del
aprendizaje de los errores de los años de la hiperinflación fue muy elevado. Lo
que habrá que aprender de los años del fundamercadismo
será igualmente costoso. La economía en su conjunto no marchó hacia la capitalización sino al consumo. El
Estado, según la prédica que se machacó en todos los tonos, debía reducirse.
Sucedió que se redujo únicamente en lo que se refería al “gasto” social
mientras aumentaron los presupuestos destinados a la defensa, al mantenimiento
del orden público y a las burocracias doradas. La tercera tarea es pues
recuperar los valores del trabajo y del ahorro seriamente erosionados por la
hiperinflación y por el consumismo, crear las condiciones para la
reconstrucción de una noción aproximada de bien común y diseñar las estrategias
de desarrollo que permitan lograrlo.
En cada una de las
circunstancias críticas aludidas los conflictos sociales y las relaciones de
poder entraban en relación de manera compleja con los procesos subjetivos de la
vida cotidiana. Las percepciones, las formas de subjetividad institucionalizada
y un pensamiento plagado de lugares comunes contribuían a que las crisis fueran
concebidas como algo externo que no podía ser cuestionado. El terror conspiró
contra toda visión ecuánime. El derrumbe de la política como ejercicio
democrático tuvo como consecuencia el escamoteo de las condiciones en que se
componían los dictados políticos. La magnitud de los problemas hacía que
primara un sentimiento de impotencia propicio a la aceptación acrítica de las
ofertas de soluciones omnipotentes. Para que la sociedad pudiese recuperar la
conciencia de sus potencialidades tenía que tomar contacto con esas verdades
que –en las palabras de Herbert Marcuse- “el sentido común ha sido adiestrado
para olvidar”.
* * *
La suma de las tres crisis, síntomas más que causas de
un profundo malestar social, equivale
a una catástrofe pero puede dar lugar a un nuevo comienzo. Se debe empezar por
recuperar la memoria colectiva. Es menester darse cuenta de que su fragilidad no es causada por una extendida amnesia subjetiva
sino por la ausencia de instituciones y por la falta de una historia y una
identidad compartidas. Individuos y sociedades, mentalidades e
instituciones interactúan. Dado que las estructuras mentales tienen profundas
raíces inconscientes, resisten el desgaste y su ritmo de cambio es muy lento. Para remontar los efectos
residuales de las crisis es urgente comprender mejor la interioridad
subjetiva de ciertas realidades psicosociales que, impulsadas desde el poder
autocrático, han discurrido bajo la superficie de los procesos políticos y
culturales de estos años recientes. A un nivel más básico es necesario ubicar las amarras
inconscientes de los aspectos visibles de las mentalidades para captar
la relación recíproca entre el mundo subjetivo y la vida social. Así se podrá
enfrentar las tres tareas
señaladas.
La paz y la reconciliación corresponde a la sociedad en
su conjunto pero su realización depende de una voluntad política. La
introspección y el reconocimiento de las injusticias puede permitir cierta
catarsis y abrir paso a la elaboración de los duelos. El psicoanálisis busca la
reconciliación de la persona consigo misma a través de una verdad muchas veces
difícil de aceptar. “Los pueblos tienden
a repetir lo que no recuerdan” sentenció Georges Santayana. Sería
trágico pretender olvidarse de la tragedia vivida. La
aceptación pública de la culpa y la petición de perdón pueden marcar un
comienzo. Entonces podrá ser menos arduo enfrentar los difíciles temas de la
justicia y la clemencia, la impunidad y el perdón, la retribución y la
reparación. El esfuerzo que permita instituir la memoria subjetiva e
institucional de esos años es grande pero necesario. José Donoso dijo alguna vez que “si no hay conciencia del dolor todo
es plano, unidimensional, terrible”. El objetivo va más allá de
la reparación de las víctimas y del castigo de los culpables que exige la
justicia. Apunta a que se convierta en un factor de sensibilización de la
comunidad que contribuya al conocimiento de nuestro ser y al cambio de
mentalidades.
Es pertinente traer a
colación los argumentos de dos psicoanalistas uruguayos en este sentido.
Marcelo Viñar incide en que recordar el terror para volver a pensarlo es la
opción lúcida que proviene de una postura ética que se atreve a “invocar el
espanto”. Sólo así será posible modificar “la conciencia y la memoria
colectivas” y entender el contexto que hizo posible la instauración de la
“pedagogía del miedo”. La reflexión de Daniel Gil aporta elementos que
cuestionan radicalmente el desconocimiento y la ocultación de los partidarios
del borrón y cuenta nueva que proponen el idílico retorno a una Arcadia sin
conflictos que jamás existió. Es una ardua tarea necesaria para salir de la
sumisión y la parálisis y poder integrar a nuestra historia el significado y
las consecuencias del horror de esos años a fin de que no vuelva a repetirse.
Se trata entonces también de instituir una “memoria abierta al porvenir”.
La sensación de desengaño,
desesperanza y desilusión que ha producido el conocimiento de la dimensión que
adquirió la corrupción tiene
implícita la demanda urgente de su curación. Esta es la segunda tarea. En el plano individual, la relación
perversa que enlaza al corruptor y al corrompido hace de ambos personas
corruptas. Las más de las veces, un sujeto cuya estructura moral se funda en un
superyó sádico abusa de las debilidades morales del otro. En tanto que
categoría cultural, la corrupción moviliza emociones, representaciones y discursos
que, al desbordar todo intento de categorización semántica o jurídica, tejen
redes asociativas muy amplias. En el plano cultural existe una relación íntima
entre la corrupción administrativa y la corrupción moral. En el plano público,
la lapidaria sentencia del casi olvidado maestro González Prada: “donde se pone
el dedo salta la pus” se impone con fuerza e invita a la investigación del
fenómeno y de la indagación exhaustiva del contexto que lo hizo posible. De la indignación
y el pesar ante las evidencias de corruptibilidad del sistema de valores que
rige en buena parte de nuestra sociedad surge la exigencia de encarar con
firmeza la erradicación de la mentira y pone en relieve la necesidad de los
valores éticos y de la transparencia como norma de conducta.
En medio del desconcierto y
la desesperanza con respecto a los políticos, consecuencia de la subasta de
lealtades, se percibe un anhelo de conocer los presupuestos morales del sistema
democrático-liberal y una demanda ciudadana por la vigencia de los valores
cívicos. La dimensión social del problema es enorme. Una vez superada esta fase
de incredulidad es tarea de todos lograr el establecimiento y la consolidación
de instituciones diseñadas para garantizar que quienes ocupan transitoriamente
el poder no abusen de la confianza ciudadana. Si se pierden las vibraciones
iniciales de la indignación ciudadana, ésta corre el riesgo de desgastarse o de
ser acaparada por los demagogos. Resistirse a la degradación de las palabras es
también una forma de resistirse a la corrupción. Las decisiones que afectan al conjunto social deben tomarse a la
luz del debate abierto y con reglas de juego claras. La conformación de una
idea de moralidad pública pasa a ser una tarea política de primer orden y un
proyecto de verdadera significación.
Las relaciones de poder deben tener sus contrapesos y esto tiene especial
incidencia en el caso de las fuerzas armadas. Así el Estado se podrá enrumbar
hacia las reformas institucionales que hagan posible la gobernabilidad del
país, sólo concebible como si tiene inscritos los principios de la democracia
participativa.
El populismo caudillista
generó una inflación que reflejaba la megalomanía de un liderazgo narcisista.
Los fundamentalistas del pensamiento económico químicamente puro vendieron la
idea de que sólo lo realizable de inmediato tenía sentido. Quienes aspiran a
dirigir los destinos democráticos del país deben conocerse mejor a sí mismos.
También, como señala Vicente Santuc, tienen que aprender a cuestionar –con
conocimiento de causa se entiende- la lógica determinista que rige en las
finanzas internacionales. El incumplimiento de los compromisos y la inflación egolátrica
devaluaron la seguridad y la confianza. El horizonte económico de las familias
no se extendía más allá de unas horas. El énfasis puesto en el consumo sin
tomar en cuenta el grado de pobreza,
terminó por delinear una definición social vacía. La solidaridad fue erosionada por el egoísmo.
El pragmatismo sin ideales se constituyó en ideal. En aambas circunstancias un serio desajuste
entre discursos y realidades impidió conjugar las promesas políticas, los
contextos sociales y la base económica y material de la existencia.
El grave desgarro que
afectó a los vínculos entre la sociedad civil y las instituciones del Estado
generó una sensación de desconfianza que hacía muy difícil franquear el abismo
que se abrió entre gobernabilidad y democracia. Se perdió mucho más que una apuesta por una
modernización autoritaria. Los tumbos de las políticas económicas impiden
enfrentar con una voluntad conjunta la contradicción entre su aplicación y el
bienestar de la población. El problema de la pobreza continúa siendo una
afrenta a la nación. Ningún sistema que no sea compatible con los valores
éticos y con las humildes necesidades de la vida cotidiana puede subsistir. La
tercera tarea es pues la solución a las exclusiones sin la cual la
configuración de una noción aproximada de bien común que rescate del olvido la
idea de justicia social y del diseño de las estrategias de desarrollo que
permitan lograrlo.
* * *
Dado que no se trata de un
análisis político, el breve recorrido ha omitido la conjunción de fuerzas que
hizo posible que el gobierno autoritario se
desmoronarse como un castillo de naipes. El hartazgo con el fraude
electoral, la prensa escrita, la respuesta popular, la dinámica interna de las
fuerzas armadas, la resistencia civil, la televisión de cable, la presión
internacional, el escándalo de los vídeos... desempeñaron su papel. El hecho es
que el enredo de relaciones que sostenía al poder corrupto se deshizo. Vino el
“sálvese quien pueda y cada uno baila con su pañuelo”. Estas líneas intentan
reflexionar sobre lo que ese cuarto de siglo de crisis “subintrantes”, por
utilizar una expresión médica, significó y sobre lo que queda por hacer. Conviene atenerse a la sugerencia de
Hans-Georg Gadamer “Sólo el conocimiento de sí mismo es capaz de salvar una
libertad amenazada no únicamente por los que gobiernan sino en mayor medida por
la dominación y dependencia que emanan de todo aquello que creemos controlar”.
Por lo tanto vale la pena
remontarse a los inicios. La palabra “inicios” -lo recuerda Edward Said- tiene
menos connotaciones metafísicas que la palabra “orígenes”. Bien, en los inicios
cada sociedad se creó a si misma. O, para decirlo con menos solemnidad, se
instituyó a sí misma. Nótese que Cornelius Castoriadis, de quien tomo estas
ideas no dice que cada sociedad se organizó o se ensambló, dice “se instituyó a
sí misma” como resultado de sus capacidades imaginativas. Esto
que es válido para cualquier sociedad es negado y desconocido una y otra vez. La
realidad histórico-cultural peruana
se instituyó como tal por virtud de un imaginario instituyente. Dicho
imaginario instituyente de la sociedad peruana asentó
sobre la grave fractura que produjo la Conquista. Las reverberaciones de la
escisión traumática que se produjo afectan toda nuestra historia se reproducen
en muchas de nuestras instituciones y
atraviesan nuestras maneras de sentir, percibir y pensar.
Una vez que el imaginario instituyente instituye una forma social
determinada, ésta lo recubre y lo reprime para dar lugar a la conformidad y a
la repetición. Por ello afecta a las psicologías colectivas desde zonas
profundas y hacen naufragar las lentas transformaciones en los escollos de un
pasado que se repite. Las
instituciones dan forma a las relaciones sociales. La más somera revisión de
nuestra historia permite ver cómo esto se expresa en las instituciones coloniales y los fallidos
intentos republicanos. Ahí están las trabas que se deben superar. Las crisis
muestran una vez más las repercusiones de la falla de base. Es decir, el enfrentamiento sacó a la superficie las
formas de relación social propias del momento instituyente del dualismo
imaginario y los intentos de solución expresaron las viejas exclusiones propias
de la herencia colonial y las hipotecas no resueltas durante la república.
El individuo es una
creación social y esto es así en cada momento dado de la forma histórico social
que se considere. Las condiciones iniciales de la socialización ha hecho que
los peruanos seamos desde entonces sujetos divididos por un tajo vertical que
puede desplazarse de derecha a izquierda y de izquierda a derecha. El trauma histórico fundante, las dificultades de
compartir una tradición y las deudas sociales no resueltas nos afectan
individualmente. Nuestras sensibilidades,
individuales y grupales, al igual que nuestros estilos de interpretar y
comprender el mundo y la vida, cristalizaron en los bordes enfrentados por la
escisión inicial. Esta división en sentido vertical se entrecruza
con la inevitable división horizontal que constituye los dos campos, consciente
e inconsciente del psiquismo humano. La escisión es causa y producto de las
tensiones existentes entre dos segmentos inicialmente antagónicos de la
sociedad peruana y determina que los conflictos que se juegan en el mundo
subjetivo reflejen dicho antagonismo y no sólo las dificultades ordinarias de
relación del sujeto con su entorno social.
* * *
El antagonismo que contrapone las mentalidades atravesadas de
concepciones míticas, contenidos religiosos, atisbos científicos y referencias
ideológicas hace que éstas se entremezclen con prejuicios excluyentes.
Al tropezarse con estos escollos la imaginación se agota recorriendo laberintos
sin salida. Ahora bien, en el caso de
la interpretación del imaginario instituyente una realidad histórico-cultural
de la sociedad peruana es justo preguntarse ¿cuál es la dirección por la que
ésta se orienta? Desde una perspectiva hermenéutica, la interpretación puede
seguir dos direcciones distintas. Puede orientarse en el sentido de una hermenéutica de la sospecha, que busca descubrir una verdad
escondida. Pero también puede orientarse en el sentido de una hermenéutica de la recuperación en la que la interpretación busca rescatar la
intencionalidad original del hecho u objeto estudiado. En el primer caso se
corre el riesgo de imponer una “verdad” que cuestiona todo el pasado; en el
segundo, de justificar todo lo que pasó en virtud de un conservadurismo
tradicionalista.
En todos los problemas esenciales, sostuvo Albert Camus en uno de sus
ensayos más lúcidos, “no hay probablemente sino dos métodos de pensamiento, el
de Perogrullo y el de don Quijote. El equilibrio de evidencia y lirismo es lo
único que nos permite acceder al mismo tiempo a la emoción y la claridad”. La
aproximación a las experiencias que han troquelado la subjetividad requiere
exhumar ciertas cuestiones inconscientes. La
interpretación que pongo a consideración de ustedes privilegia un modelo que se
refiere a una estructura escindida. En tanto que se trata de problemas que
surgen de dicha escisión, la necesidad de proponer espacios en los que se pueda
considerar lo ocurrido de modo de distinguir las respuestas patológicas que no
hacen sino repetir la falla de origen de aquellas con potencialidades
reparativas que se orienten al restablecimiento y recreación de los valores y a
la reconstrucción de las instituciones desmanteladas.
Esta propuesta resulta
tanto más problemática cuando, como es el caso, somos parte de un país
premoderno que ingresa a la modernidad en la era posmoderna. Nos encontramos en
un proceso de transición a la modernidad. Aún no hemos interiorizado sus
códigos ni tomado conciencia de la temporalidad y la distinción entre las
esferas pública y privada es borrosa. El trabajo que nos espera presenta no
pocas dificultades. Los procesos sociales de individuación, relativamente
recientes para un gran sector de la población, influyen en la relación de la
persona con sus propios deseos y en los márgenes de tolerancia que se permite
en su accionar. Una conciencia escindida de
lo social, una memoria amnésica frente a los hechos incómodos y dolorosos,
evidencias múltiples de hechos que comprometen la integridad, un estilo
paranoico de concebir y hacer política, exclusiones y discriminaciones, ruina y
parálisis de las instituciones, la coexistencia de una bulimia consumista con
la desnutrición... La lista, en la que se puede sentir la sorda resonancia de
un pasado no resuelto, podría continuar.
Como hemos visto, en la
historia de la república la soberanía popular no ha sido la fuente única de
legitimidad del orden político. Son pocas las veces que éste ha sido instituido
por la decisión de individuos en relaciones de estricta igualdad. Lo que se
viene observando son algunas consecuencias de los procesos de modernización en
el plano subjetivo. Por ejemplo, los lazos comunitarios han ido dando paso a
relaciones contractuales. Ello puede abonar el sentimiento de que sólo se debe
lealtad a las propias preferencias y que la meta es obtener el mayor provecho
personal. El proceso de individuación determina la emergencia de nuevos dilemas
éticos. Lo
universal, impersonal y equitativo versus lo particular, personal y conveniente
para sí. Como señala Miguel Giusti: el renacimiento de la ética en
las últimas décadas “tiene que ver con la conciencia de los límites del
paradigma de la modernidad”. La última vuelta de tuerca del espiral de la historia repite el
antiguo desafío ético: cómo conjugar en clave contemporánea la causa
de la justicia y el deseo de felicidad.
Las variaciones subjetivas
pueden ser examinadas desde una perspectiva psicoanalítica. Pero, no estaría
demás recordar las reservas de Max Horkheimer con respecto a la instancia que
resulta decisiva desde este vértice. Lo que interesa ¿es el sufrimiento
objetivo o la salud interior, el goce personal o el bienestar del grupo? Esto
se refleja en el plano ético en la
contraposición de los puntos de vista que privilegian, respectivamente, las
consecuencias, es decir, los resultados, y las motivaciones sean estas
conscientes o inconscientes. ¿Cómo conjugar dos proyectos a primera vista
irreductibles: la dimensión personal de la ética con su aspecto social? Desde
una perspectiva institucional la pregunta es: ¿Cuáles son los diques que el
sistema puede poner frente a quienes anteponen el beneficio propio al
cumplimiento de sus obligaciones para con la sociedad?
Las graves desigualdades no
se dan únicamente en torno a la asimétrica distribución de los bienes
materiales en la sociedad peruana. El
grado de desconocimiento –y en ciertas instancias de negación- del otro
es muy grande. Un tema capital en la filosofía política contemporánea es la
necesidad del reconocimiento y el respeto a las diferencias que tienen tanto los individuos cuanto los
grupos sociales. Los estereotipos y los prejuicios contribuyen a la falta de
reconocimiento social de los grupos menos favorecidos con serias consecuencias.
Basta con pensar que el conocimiento de uno mismo depende de la experiencia del
reconocimiento social. La identidad personal se fundamenta en actitudes que
debemos adoptar recíprocamente si queremos asegurar en común las condiciones de
su construcción. Ésta depende, en opinión de
Axel Honneth “de la cooperación y la aceptación de parte de [los] otros
hombres”. El reconocimiento mutuo es más viable si se comparte una historia y
una tradición. Una ética del reconocimiento requiere de condiciones de
posibilidad institucionales básicas para el respeto de las diferencias, el
trato igualitario y la solidaridad,
requisitos indispensables para la autoestima.
Otro asunto gravitante es
la idea de pertenencia. Dos son sus sentidos principales. Uno referido al
sentimiento de pertenecer a una comunidad, en este caso a la nación peruana. El otro, al sentimiento de que la
patria y sus valores nos pertenecen. La heterogeneidad social, étnica y
cultural de la sociedad hace que proliferen identidades excluyentes en lugar de
una identidad peruana de la inclusión. Gran parte de la población sueña con
emigrar adonde sea. La falta de honestidad de los personajes de la extensa red
de la corrupción revela la existencia de una visión del Perú como país depredable. No sólo se han apropiado
ilícitamente de dineros del Estado. También han faltado al compromiso que
tenían establecido. Todo lo ocurrido afecta no sólo a la clase dirigente y a la
institución militar. El resultado de esta grave crisis deja como grave secuela
una pérdida de confianza que llega a planos muy profundos. El ejercicio del
poder exige lealtad. Cada quien puede
significar la diferencia con los modos corruptos. Por ejemplo, un sector del
empresariado nacional trabaja con conciencia de su responsabilidad social. Todo
esto actúa como incentivo para el cambio o, por emplear un símil médico, como
antídoto contra la corrupción.
El envilecimiento de la
palabra es cada vez más evidente. No sólo se trata de la disyunción entre lo
que se dice en público y lo que se siente y dice en privado. Lo que ha ocurrido con los medios de
comunicación televisiva es revelador. Los propietarios actúan como si las
licencias concedidas por el Estado significasen la privatización de lo público;
la programación se regodea en hacer público lo íntimo. El día a
día informativo parece estar dedicado a demostrar cuán banal es el mal y cuán
frágil el bien. La confianza ha
desaparecido del horizonte: “Nadie sabe en quien creer”. Los
políticos menospreciaron al pueblo el cual les
correspondió con su total desconfianza. Los medios podrían servir de
bisagras de articulación de lo que se siente y se dice en los diversos ámbitos
privados con lo que se dice y ocurre en los igualmente diversos espacios
públicos. No es necesario insistir en que ningún sistema
que carezca de formas consagradas de articular los valores éticos con las
humildes necesidades de la vida cotidiana puede subsistir.
La trágica iluminación de estos cinco lustros puede señalar un
derrotero. Un buen punto de partida es darse cuenta que la tragedia vivida
podría ser inútil si se pretendiese olvidar
el dolor sufrido. Si se quiere avanzar en el camino hacia la democracia, la
paz, la justicia y la reconciliación habrá que emprender una reflexión de vasto
alcance que comprometa a todos los sectores del país. En los niveles íntimos
cada quien tendrá que apelar a sus más personales recursos para comprender la
angustia, el terror, la rabia, los deseos de venganza, el desamparo y el dolor
sentidos por quienes sufrieron en carne propia las violaciones más brutales de
los derechos humanos; para dar trámite a la vergüenza, agobio y consternación
que ha producido tomar conciencia de cuán comprometida estuvo la integridad de
tantos; para aclarar la confusión producida por la trayectoria que marchó de la
inflación a la recesión y para remontar el colapso de la ilusión de la
modernización autoritaria.
Hoy parece estar claro que no puede hacerse ningún proyecto de verdadera significación sin que tenga inscritos los principios de la democracia participativa. Ello implica la rehabilitación de las instituciones paralizadas la modificación de un estilo paranoide de hacer política. Pero aún más importante es lograr que la insistencia de las repeticiones de lugar al desarrollo histórico. La democracia parece ser el único sistema político con memoria, capaz de aprender de los errores. Hoy podemos decir, no sin cierta inquietud, que la sociedad peruana parece estar dispuesta a salir del remolino de una espiral viciosa. Restituir las dimensiones elementales de la existencia al quehacer político significa redescubrir las posibilidades de instituir un nuevo Contrato Social, reivindicar las potencialidades de la imaginación radical y redefinir la historia reciente como una narrativa de libertades democráticas conquistadas por la sociedad civil.
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