|
|
IIDS-IILS |
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
INICIO / HOME LIBROS/ BOOKS CURSOS/ COURSES FORUM EVENTOS/ EVENTS |
||||||||||||||||||||||||||||||||||||||||
|
INDICE
Prólogo: Ama quilla, ama llulla, ama shua. I.
Parábola
de Ackerman: Originalidad constitucional Americana II.
Teoremas
de O´reilly, de Dix y de Palmerston: reto constituyente de América. III.
Aventuras y desventuras de Napoleón, el código por América:
trasplantes ladinos y rechazos indígenas. Epílogo:
Mi familia sueña con Tawantinsuyo; mi pueblo, con Abya Yala Indice alfabético. ________________________________________________________________ CAPÍTULO I. PARÁBOLA DE ACKERMAN:Originalidad constitucional americana
Clavero,
Bartolomé: Ama llunku, Abya Yala. Constituyencia indígena y código
ladino por América. Madrid: Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2000. Primer capítulo. 1.
Pase de lista: la incógnita indígena
¿Dónde está el pueblo pequot? ¿Dónde el pueblo
narraganset? ¿Dónde el mohican? ¿Y el pokanoket? ¿Dónde se
hallan? De tanto pueblo vigoroso de nuestra gente, ¿qué se hizo?[i][1]. Suele entenderse que en América el constitucionalismo resulta un
producto de importación de patente europea, bien que reciclado por
mérito ante todo de los Estados Unidos desde sus propios inicios
con la independencia. La entidad y el alcance de la impronta
americana es asunto problemático y discutido para la misma parte
interesada, atravesando a este efecto de conexión jurídica con
Europa fases que oscilan entre un extremo de complejo colonial y el
opuesto de orgullo cultural. Hoy parece que estamos en tiempos de
satisfacciones, afirmándose originalidades gracias sobre todo a una
historiografía estadounidense más que al propio constitucionalismo.
Desde Bernard Bailyn y Gordon Wood hasta John Reid y Jack Rakove, se
transcurre ahora desde una visión que ya venía acentuando el giro
impreso por las colonias que se independizan a la dimensión
constitucional de un sistema europeo, el británico, hasta un
panorama bastante más extremoso, pues resulta poco menos que
inventivo del constitucionalismo mismo por la América anglosajona.
Sea. Pero el punto de mayor originalidad, el del reto de una
presencia, la que podemos decir indígena, ni siquiera se identifica
por las obras más significadas en el terreno historiográfico de un
interés constitucional[ii][2]. Entre instituciones británicas y revolución francesa durante el siglo
XVIII, surge en algún momento el constitucionalismo, no sólo una
teoría, sino todo un sistema que predica y adopta como fundamento
de la propia institución política, del propio orden colectivo, una
pauta de derechos de libertad del individuo, fuera más o menos
eficaz en establecerla y garantizarla. Entre lo uno y lo otro por
los años setenta y ochenta del siglo, entre la Europa inglesa
existente y la francesa por generarse con la revolución, la
independencia en América de unas colonias británicas formando los
Estados Unidos ha estado siempre presente para la historiografía
constitucional, pero con papel ciertamente tornadizo. Ya parece
redurcirse a precursora anunciando la bienaventuranza de la revolución
francesa, ya se diría que encuentra la obra hecha añadiendo poca
cosa en relación al sistema británico, ya viene a resultar el
acontecimiento en realidad creativo del constitucionalismo. En éstas
últimas estamos hoy prácticamente. Concedámoslo. El sistema
constitucional mismo parece ahora una creación original de los
Estados Unidos con la peculiaridad entonces notabilísima de haber
sido producto de un contingente inmigrante a espaldas de los
derechos eventuales o seguros del resto de la población, inclusive
la precedente y constante en el mismo territorio, la indígena. Y es
indiferencia que la historiografía remeda y no remedia. ¿Cómo en
estos tiempos de exaltación creativa propia se puede así
despreciar y hasta olvidar la mayor de las originalidades? El aderezo puede que haga la receta, la primera impronta americana así
en efecto el constitucionalismo sin más. En este caso, la
independencia no sólo habría sido de vínculo institucional con el
sistema británico, sino también de cultura jurídica con Europa
toda, produciéndose entonces en América una inédita de libertades.
Quien de modo más tajante lo plantea es Bruce Ackerman. Su obra en
curso “We the People”, Nosotros
el Pueblo que se dice “American”, el de los Estados Unidos,
reacciona contra lo que entiende como toda una deriva desde la
originalidad propia hasta la dependencia neocolonial con respecto a
una cultura jurídica y política de Europa que incluso en el siglo
XX sería menos constitucional comparativamente con América,
quiere decir con los Estados Unidos. Se vendría dilapidando en casa
un patrimonio de libertades, el americano estadounidense, ante el
encantamiento de otro, el europeo de matriz francesa, que, por
predicarse más revolucionario, no garantizaría en igual grado o ni
siquiera asumiría en similar medida unos principios tales, los
constitucionales por constitutivos de libertad[iii][3].
No vamos a discutir nada de esto. Estamos concediendo que pueda ser
así. Lo que nos importa ahora es la reacción a favor de la
originalidad propia sin tenerse la probidad o ni tan siquiera la
curiosidad de observarse ni hacerse ver el extremo más original sin
duda de todos, el del elenco indígena sin actuación prevista en el
argumento. El propósito expreso de “We the People”, Nosotros el Pueblo, persigue una nueva independencia de cultura jurídica
para la recuperación no sólo de una historia de constitucionalismo,
sino también y sobre todo de un presente de libertades. Se trataría
de recobrarse no solamente unos orígenes, sino igualmente unos
desenvolvimientos, los que liberan al propio caso de una triple
hipoteca originaria, la esclavista, la racista y la sexista. Ya digo
que esta empresa de historia mira a principios de libertad y al
momento nuestro, el presente. Con tales lastres a la vista, con esas
herencias de esclavitud, racismo y sexismo, llega Ackerman a
suscitar un problema literal de reconstitución, de Constitución
sobre bases nuevas. La primitiva ausencia constituyente de más de
media población, afroamericanos, mujeres e indígenas, la
reclamaría,
pero su necesidad viene a descartarse porque el sistema constituido
estaría mostrándose hoy pasablemente capaz de incorporar a los
primeros y a las segundas, olvidándose Ackerman, en el momento
resolutivo, de los terceros, de quienes realmente, como pueblos de
cultura y en territorio propios con posibilidad o seguridad de
derecho así precedente y no constante, plantean el primer y no el
postrer problema, el indígena. Igual que escamoteos más toscos y
mutismos más discretos, no parece efecto de descuido ni materia de
acertijo un lapsus que pierde a millones de personas en la exposición
de una historia y el transcurso de un constitucionalismo, en este tránsito
doble por redomado. Resulta toda una parábola[iv][4]. La originalidad pesa y la ecuación no se resuelve. He ahí una verdadera
inecuación, una desigualdad constitutiva, algo más que
discriminación cualquiera, de pasado y de presente. Hay entonces y
hay ahora literalmente perdido un elemento nada desdeñable aunque
no suela a estas alturas ni siquiera identificarse. Pesa la
originalidad en el sistema como en su representación, en la doblez
común. El apego de la inteligencia constitucional a historia
particular puede arrastrar y recargar hipotecas y gravámenes
incluso cuando se reconocen y afrontan prestándose cuidados y
atenciones a los alivios y mejoras, constando así la impropiedad
del propio originalismo. Quizás entonces, si llega, una buena
historiografía contrarreste un mal constitucionalismo. Veremos. De
momento vemos que un problema es de origen y está enquistado, ése
que Ackerman plantea y una cultura euroamericana, de una América
extensa y no sólo de algún norte, rehuye. Sobre el continente
entero puede que gravite un reto de reconstitución por razón de
que el tracto constitucional derive de un prototipo constituyente
con un lastre por lo visto y a lo que parece insalvable para alguno
de sus extremos como el indígena en concreto. Es al menos lo que
acusa la envergadura, gravedad y desvergüenza del lapsus. He ahí tanto una situación como una posición originales de América:
el escenario de la presencia indígena sin arte ni parte
constituyentes y el cimiento o también la fábrica de todo un
constitucionalismo sin solución ni resolución para el lance. ¿Cómo
puede desenvolverse hasta hoy y a nuestras alturas una vez que fuera
establecido por obra y gracia de población advenediza en relación
esto último a pueblos del mismo territorio sin contar por regla
general con su consentimiento y no haciéndose cargo en todo caso de
su derecho entonces previo? Si en origen la presencia resulta
indiferente para el planteamiento constituyente y la posición
constitucional, ¿cómo puede sanarse luego el vicio o cómo
colmarse ahora el vacío? ¿Qué remedio cabe? Tenemos ya una
primera incógnita por despejar. ¿Cuál es el paradero
constitucional, estrictamente tal, de esos millones de personas
desaparecidas? Otros aspectos de la desaparición no tan jurídicos,
por no constitucionales, no nos ocupan en este libro[v][5]. 2.
Limbo continental: la humanidad despejada
Puede parecer extraño que vincule la paz con los indios y la
formación de nuevos Estados, pero la colonización del oeste me
parece que no puede abstraerse de las relaciones con los indios[vi][6]. La Constitución federal de los Estados Unidos dijo en 1787 y sigue
diciendo hoy algo sobre el asunto. Una lectura primaria podría
entender que se tiene presente a los indígenas para respetarlos por
exclusión: “excluding Indians non taxed”, excluyendo indios
no tasados, los que no pagan impuestos, para el cálculo de
población a los efectos entonces lógicos de asignación de
representación igual que de contribución (art. 1, secc. 2, par. 3). Mas el Congreso se
atribuye competencia “to regulate commerce with foreign nations,
among the several states, and with the Indian tribes” (art. 1,
secc. 8,
par. 3), para regular el comercio con las tribus
indias como si fueran así entidades entre exteriores e
interiores, las naciones extranjeras de una parte y los estados que forman la federación de otra. La misma Constitución
hace previsión de incorporación de nuevos Estados, lo cual
entonces, en 1787, acababa de regularse mediante el invento no menos
federal del Territorio
caracterizado éste por no gozar de autonomía constitucional, de la
posibilidad de constituir Estado, en tanto que no se cumpliesen
requisitos de población, suponiendo que la inmigrante se hiciera
con el control mediante desplazamiento de la indígena o por su
reducción a reservas. La
contrariedad de tal presencia lleva pronto a la Corte Federal
Suprema a una concreción del principio de competencia federal. Según
su temprana jurisprudencia, el referido artículo de las relaciones
comerciales ha de leerse en lo que toca a la posición intermedia de
las tribus indias como reconocimiento de naciones bajo la tutela de
la Nación, de los Estados
Unidos, entidades entonces domésticas
suyas, todo a un tiempo, “domestic dependent nations”, “in a
state of pupilage”, “the Indian tribes”[vii][7]. Abunda ulteriormente jurisprudencia sobre dichas guías, pero no hay
otras normas constitucionales expresas respecto a la presencia indígena.
En la reforma o enmienda
decimocuarta de la Constitución federal que viene en 1868 a extraer
de la abolición de la esclavitud consecuencias de este orden
constitucional, vuelve a producirse el registro de los indios
no tasados como signo de exclusión (secc. 2). Este
constitucionalismo puede en efecto decirse que se ha corregido en lo
que respecta a los afroamericanos y también a las mujeres, esto con
la enmienda decimonovena,
de 1920, sobre el sufragio femenino, aunque luego no haya conseguido
redondearse, frustrándose otra de no discriminación por sexo. Mas
no cabe afirmar lo propio respecto a la presencia indígena.
Advertido el asunto, puede sorprender que a nuestras alturas no haya
enmienda ni propósito
siquiera, pero causan menos sorpresa las elipsis de unos orígenes.
Al fin y al cabo, las colonias que forman originariamente los
Estados Unidos se independizaron movidas en último término contra
la proclamación de la Monarquía británica en 1763 reconociendo el
territorio indígena más allá de una franja atlántica[viii][8].
Con el propósito en cambio de expandirse a costa de los pueblos indios,
éstos no podían contemplarse por los Estados Unidos ni como extranjeros ni como nacionales
propios. La misma concesión de ciudadanía a la población indígena
de las reservas no se
producirá hasta el siglo XX y con discreción, sin enmienda ninguna
reconstituyente, en orden además de evitarse interferencias de
organismos internacionales.
Son cosas que veremos con más detalle histórico en el capítulo
siguiente. Ahora estamos sólo con las Constituciones. Canadá procede de colonias que no reaccionaron de igual forma. Desde la
primera carta constitucional, de 1867, el Parlamento central o
federal tiene competencia sobre los indios
y las tierras que se les
reservan, “Indians, and lands reserved for the Indians” (art.
91.24), mas ahora el acta de derechos y libertades, de 1982,
garantiza “any rigths or freedoms that have been recognized by the
Royal Proclamation of October 7, 1763”, “droits ou libertés
reconues par la Proclamation royale du 7 octobre 1763” (parte I,
secc. 25), los derechos o libertades reconocidos por aquel
manifiesto británico y también por medio de tratados.
Se
reconocen “the existing aboriginal and treaty rights”, “les
droits existants, ancestraux ou issus de traités” (parte II, secc.
35),
entendiéndose que tal ha sido un compromiso de la Monarquía y que
pasa a serlo de Canadá. Hay aquí un hilo de continuidad. El tracto
se produce con la cara y con la cruz. La proclamación se hizo
originalmente desde una posición expresa de “sovereignty,
protection and dominion”, de soberanía,
protección y dominio, por parte de dicha Monarquía sobre la generalidad de América
septentrional, con esta presunción que también ya apuntaba a unos
términos de tutela. El
mismo territorio reconocido a la población indígena se dice tanto
en 1763 como en 1867 “reserved”, reservado,
por gracia de la parte entonces británica y luego también
canadiense. Adviértase la expresión constitucionalmente constante
de lands reserved for the
Indians, tierras reservadas para ellos, no por ellos ni de ellos.
La cruz puede que aún pese en el propio reconocimiento
constitucional de 1982[ix][9]. Ambos casos angloamericanos presentan en común la ambigüedad entre
exclusión e inclusión en el pasado y en la actualidad. El arranque
latinoamericano parece en cambio más resuelto en la dirección
incluyente. Unos Estados que se independizan de la Monarquía
hispana lo hacen en nombre de la población toda y no sólo de una
minoría de origen europeo. Proceden de un régimen colonial que ya
ha instaurado un dominio comparativamente más directo, aunque nada
completo, sobre población indígena con establecimiento expreso de tutela.
Ahora, unas Constituciones van a plantearse por lo general bajo el
supuesto de una sola Nación en singular, sobre la base de participación de nacionalidad
e incluso de ciudadanía, mas con actitud también equívoca
respecto a la irrealidad de la inclusión. Y la incorporación
constitucional tampoco sigue. Tenemos igualmente la exclusión que
nos ocupa, una jurídica. Vayamos a verlo. La primera Constitución articulada independiente respecto a España de
toda el área latinoamericana, la de Venezuela de 1811, expresa de
modo paladino un punto de partida incluyente[x][10].
Se produce sobre el supuesto de la ciudadanía común con la
consecuencia de la cancelación explícita del estado de tutela
de los indígenas, esto es, como dice, de los “privilegios de
menor de edad” que, “dirigiéndose al parecer a protegerlos, les
ha perjudicado sobremanera, según ha acreditado la experiencia”.
La cancelación viene precedida a efectos de motivación por un
largo artículo dedicado a esta “parte de ciudadanos que hasta hoy
se ha denominado indios”. Pone de relieve un horizonte
efectivamente cancelatorio, mas con alcance muy superior. Se
registra un programa de conversión primariamente religiosa y
mayormente cultural de los dichos indios.
Se marca el objetivo de “hacerles comprender la íntima unión que
tienen con todos los demás ciudadanos” al compartir derechos
“por sólo el hecho de ser hombres iguales a todos los de su
especie”. Hay así programación de desculturalización indígena
para inculturalización constitucional con aplicación por la misma
Constitución a la previsión concreta del “reparto de propiedad
de las tierras que les estaban concedidas y de que están en posesión”,
así en precario. Queda entendido que no hay dominio territorial si
no se viene a propiedad privada. Y que no cabe comunidad propia ni
derecho propio. Para perspectiva de parte indígena, la inclusión
pudiera ser exclusión. De 1811 es también el acta constitucional de las Provincias Unidas de
Nueva Granada que, independencia definitiva mediante, se vería
seguida por la República de Colombia comprendiendo a Venezuela y
Ecuador, la llamada Gran Colombia[xi][11].
Pues bien, dichas bases constitucionales ofrecen planteamiento no
menos expresivo de unos arranques. Se consideran “inhabitadas”
zonas en las que al tiempo se registra una presencia, la “de
tribus errantes o naciones de indios bárbaros”, respecto a los
cuales se manifiesta buena disposición reconociéndoseles “como
legítimos y antiguos propietarios” a la espera del “beneficio
de la civilización y religión” por medio de relaciones
pacíficas,
“a menos que su hostilidad nos obligue a otra cosa”, y con los
pertrechos de “toda la humanidad y filosofía que demanda su
actual imbecilidad”. Todo esto, la despoblación y la presencia,
el reconocimiento y la descualificación, puede parecernos de
entrada completamente contradictorio, pero seamos pacientes. Ya nos
haremos con elementos para captar la coherencia de fondo. De momento,
podemos apreciar una coincidencia. El planteamiento inicial de
Colombia no es distinto al de Venezuela porque se acerque al de los
Estados Unidos del norte. El derecho indígena se reconoce siempre
que deje de presentar entidad propia. El reconocimiento mismo
pudiera ser especular. La imagen ajena resulta tan deformada que ni
siquiera identifica, cuánto menos va a reconocer. La inclusión
puede ser excluyente igual que la viceversa. Los inicios latinoamericanos suelen ser de este tipo, bien que menos
explícitos.
Unos arranques constitucionales definitivos pueden también acabar
produciéndose con posiciones que velan presencia y cancelan derecho
en bastante menor medida, pero esto por la razón de mantenerse con
mayor franqueza la posición colonial de una minoría
de edad cualitativa para la mayoría cuantitativa a los efectos
de suspensión de derechos y sometimiento a tutela.
En 1830, la Constitución del Ecuador todavía integrado en la Gran
Colombia resulta de lo más franca: “Este Congreso constituyente
nombra a los venerables curas párrocos por tutores y padres
naturales de los indios, excitando su ministerio de caridad a favor
de esta clase inocente, abyecta y miserable”. La primera
independiente, de 1835, ya prefiere el silencio para mantener
intocada la situación[xii][12]. La Declaración de Derechos de Guatemala de 1839, de la Guatemala también
independiente tras la disolución en su caso de la federación de
Centro América, no es menos expresiva. Proclama la precisión de
que sean “protegidas particularmente aquellas personas que por su
sexo, edad o falta de capacidad actual carecen de ilustración
suficiente para conocer y defender sus propios derechos”, con lo
cual no sólo la mujer, sino otros mayores resultan también menores.
Queda expresamente comprendida “la generalidad de los indígenas”
como incapaces ni siquiera del conocimiento del derecho que se les
presume constitucionalmente, pero capaces, según la propia visión
constitucional, de atenerse al que viene imponiéndoseles desde unos
tiempos previos, los coloniales[xiii][13].
Lo uno queda suspendido y lo otro prorrogado. La cancelación es del
primero, del constitucional, no del segundo, del colonial. Hay también
su punto de coincidencia con el planteamiento de Colombia y
Venezuela. Una posición de minoría
cualitativa, aun constituyéndose mayoría cuantitativa, y
correspondiente tutela,
sea estatal o eclesiástica, no es cosa que suela manifestarse de
modo tan abierto en sede constitucional, pero representa la política
usual. Y es el punto significativo. La misma Venezuela que ha
arrancado con la afirmación taxativa de la ciudadanía igual, pasa
desde 1864 a la abierta formulación constitucional de la tutela estatal mediante el régimen federal de territorios para llegar a la modalidad eclesiástica en 1909: “El
Gobierno podrá contratar la venida de misioneros que se establecerá
precisamente en los puntos de la República donde hay indígenas que
civilizar”. La Constitución venezolana de 1963, todavía teóricamente
en vigor, sigue ofreciendo cobertura para la suspensión del propio
derecho: “La ley establecerá el régimen de excepción que
requiera la protección de indígenas y su incorporación progresiva
a la vida de la Nación” (art. 77). Y Colombia hace lo propio sólo
que por ley, lo que es asunto del capítulo tercero. La Constitución
colombiana de 1863, aparte de contemplar el régimen de territorios transitorio mientras que no se contase con “población
civilizada”, especifica una previsión: “Serán regidos por una
ley especial los territorios poco poblados u ocupados por tribus de
indígenas”. La legislación, como veremos en su capítulo,
ratificará la suspensión de constitucionalidad. Entre Colombia y
Venezuela, porque fracasase la federación, no difieren direcciones[xiv][14]. Tanto en México como en Argentina, el régimen de los territorios,
este invento estadounidense, también sirve para la pretensión e
imposición de dominio sobre población indígena independiente. La
influencia de un federalismo no es ajena a este designio. Puede
incluso potenciarse persiguiéndose el objetivo. Las Constituciones
evitan cualquier posibilidad de que se convirtiera en Estado o
equivalente, como en Provincia también autónoma, territorio de
dominio indígena. La de México de 1857, la mexicana más
importante del siglo XIX, contiene la prohibición de acuerdos
federativos interestatales por separado con una exclusiva salvedad:
“Esceptúase la coalición, que pueden celebrar los Estados
fronterizos, para la guerra ofensiva o defensiva contra los bárbaros”,
contra los indígenas independientes[xv][15].
Argentina conoce la práctica de tratados interprovinciales con
previsiones para “escarmentar la insolencia de los bárbaros” y
“espedicionar en combinación sobre los bárbaros”. Las
Provincias “se ligan y constituyen en alianza ofensiva y defensiva
contra los indios fronterizos, ya sea para resistir las incursiones
que vengan de las Pampas, o ya para penetrar en ellas”. La
Constitución de Argentina de 1853, la más importante no sólo del
XIX, sino hasta hoy, atribuye a la federación competencia para
“conservar el trato pacífico con los indios y promover la
conversión de ellos al catolicismo”[xvi][16].
Y ya vemos que no era otra la línea del federalismo colombiano y
venezolano. He ahí todo un trasfondo del federalismo americano realmente creado por
los Estados Unidos del norte, el reductivo de una presencia indígena
que no deja de estar entonces incidiendo porque luego no guste
recordarse[xvii][17].
También ayudaba Europa. El orden internacional
de entonces favorecía realmente al no concebir la posibilidad de
reconocimiento como Naciones
en pie de igualdad a pueblos con territorio y derecho propios y
anteriores a la arribada europea. Luego veremos este factor
exterior, pero de interés interno. Interiormente, bajo unas
Constituciones que presumen fronteras de Estados sin consideración
de naciones, se presenta
un amplio abanico entre la supeditación efectiva y la independencia
no menos real de pueblos indígenas. También lo hay de una variedad
de prácticas que van de los acuerdos a las guerras pasándose por
todo tipo de composiciones y acomodos con el común denominador
usualmente de desenvolvimiento o incluso planteamiento al margen de
previsiones y mandatos constitucionales y con la resultante de
formación y mantenimiento de un poder arbitrario e incontrastado
para el Estado y un derecho inconfeso y precario para la parte indígena.
Se encuentra ésta con una autonomía tolerada y consuetudinaria por
resignación y prudencia, pero no reconocida ni asegurada por
igualdad y reciprocidad. Entre un orden y el otro, entre el
manifiesto de unos Estados y el solapado de unas naciones, no parece
entonces que quepa derecho común de un alcance constitucional[xviii][18]. Desde un primer momento, desde las mismas proclamaciones de ciudadanía
general, se han creado las condiciones para tales resultantes. La
incorporación constitucional no se entendía nunca inmediata, sino
condicionada a lo que en definitiva había de ser abandono de la
propia cultura con resignación del propio ordenamiento. Sin este
requisito, no hay reconocimiento alguno de derecho; con él, hay pérdida
definitiva de autonomía. Son éstos unos nexos de los que vamos a
tener sobradas comprobaciones en los capítulos siguientes. De
momento, estamos viendo tan sólo cómo puede discurrir
constitucionalmente una parábola de la presencia a la irrelevancia
para una humanidad primera entre toda la concurrente. Está a la
vista e incluso se le toma en consideración, pero de un modo que la
priva de entidad de cultura propia y le sustrae existencia de
derecho igualmente propio. El estado de tutela, de una
tutela muy activa pues buscaba ahora no sólo conversión religiosa,
sino también transculturalización jurídica, o el poder
discrecional sin más a un mismo propósito, siempre parece
entendido como una fase necesaria de transición hacia dicha
comunidad determinada de ciudadanía. En una parábola
constitucional como la venezolana, no hay tanta diferencia entre
unos extremos, el primero y el último. No la hay siquiera de fondo
entre los comienzos de afirmación de la ciudadanía o de la tutela.
Es cuestión de énfasis, no de paradigma, lo que distingue unos
planteamientos de otros, inclusive el angloamericano con respecto al
latinoamericano o también el colombiano respecto al venezolano
iniciales. Ambos se mueven en un limbo situado entre exclusión e
inclusión, colonial la una y constitucional la otra, ambas
compatibles y ninguna ni de lejos el paraíso, el prometido
religiosamente por el colonialismo o el presumido liberalmente por
el constitucionalismo. 3.
Purgatorio americano: la travesía del derecho
Considerando que es de urgente necesidad enfocar desde todo
punto de vista el problema étnico que confronta el país en su
constitución social, para incorporar al indígena a la cultura
nacional[xix][19]. Unos y otros
casos prefieren evitar el compromiso del registro constitucional.
Pero ya vemos que no falta y es siempre significativo. Canadá
sabemos que acude mientras que Estados Unidos se resiste al propósito
de la enmienda. En el área latinoamericana acabará manifestándose
casi por doquier una conciencia. Por el continente, se mantendrán
mudos los textos constitucionales de Uruguay, Chile y Costa Rica,
los tres en su última versión tan recientes como de 1997. Mas un
grueso va a mostrarse hasta parlanchín. A lo largo del siglo XIX,
las manifestaciones de Constituciones son todavía esporádicas.
Pueden mirar a religión implicando desde luego más. El inciso
susodicho de la “conversión al catolicismo” en la Constitución
de Argentina de 1853, es “conversión al cristianismo y a la
civilización” en la de Paraguay de 1870, con la premisa en ambas
de “trato pacífico con los indios”[xx][20].
Como también se entiende por las expresiones vistas de las
Constituciones de Venezuela desde 1909, hay todo un destino para la
parte indígena bajo el signo de la pérdida de cultura propia y de
otras privaciones no menos materiales, como las de tierras, o todo
un albur también nada pacífico, habiendo resistencia, de
exterminio. No es designio que les gustase manifestar a las
Constituciones en clave menos religiosa o más paladina. Tampoco
suelen expresar la situación de hecho como lo hace la Constitución
de Honduras en 1865: “el réjimen judicial y gobierno interior o
local” puede ser distinto y singular en el caso de “las tribus aún
no civilizadas”[xxi][21].
Lo es y no precisamente por dispensa constitucional ni por
deficiencia cultural, sino por contar con ello, con esta cultura
propia. En el siglo XX va a venir, no una solución de continuidad, pero sí una
satisfacción de locuacidad. El panorama parece cambiar. En Ecuador,
en Perú y algo más tarde por Brasil, Bolivia, el mismo Ecuador,
Guatemala y Panamá, comienzan a aparecer registros un tanto más
apreciativos de la presencia indígena que, por organizada, por
contar con orden propio, no responde a las presunciones
constitucionales, pero no se ceden por ello posiciones en lo que
respecta a los poderes del Estado y a la precariedad consiguiente
del derecho no derivado del mismo. Inaugura Ecuador con
Constituciones que habilitan al Estado en 1906 y 1929: “Los
Poderes Públicos deberán protección a la raza india en orden a su
mejoramiento en la vida social”. En la segunda también se hace
previsión “para la contratación de misiones extranjeras”[xxii][22]. Ha seguido Perú en 1920: “El Estado protegerá a la raza indígena”,
“la Nación reconoce la existencia legal de las comunidades de indígenas”
y “la ley declarará los derechos que les corresponden”. El
Estado protege, la Nación reconoce
y la ley determina los
derechos. La Constitución peruana de 1933 dedica todo un título
a las comunidades de indígenas reconociéndole “existencia legal y
personería jurídica” como también “integridad de la propiedad”
y autonomía en la administración de “rentas y bienes” conforme
todo ello a ley: “El Estado dictará la legislación civil, penal,
económica y administrativa que las peculiares condiciones de los
indígenas exigen”[xxiii][23].
Desde 1934, Brasil ofrece reconocimiento constitucional sólo a la
posesión de algunas tierras indígenas: “Será respeitada a posse
das terras de silvícolas”[xxiv][24]. En 1938, Bolivia, como Perú, procede con un calificativo, el de legal,
que subordina a Estado, un sustantivo, el de comunidad,
que encierra orden propio, y una previsión, la de legislación, que confía todo a determinación política de aquel,
el Estado, y no de ésta, la comunidad. Añade el requerimiento de
“nucleos escolares indígenas abarcando los aspectos económico,
social y pedagógico” que se incluye como capítulo de “la
educación del campesino”. Todo ello forma una sección del
campesinado, sin reconocimiento así alguno de cultura y con
perspectiva consiguiente de cancelación[xxv][25].
No parece otra la posición de la Constitución de Ecuador de 1945
disponiendo que “en las escuelas establecidas en las zonas de
predominante población india, se usará, además del castellano, el
quechua o la lengua aborigen respectiva”. La inmediata de 1946
cambia el lenguaje para rebajar el compromiso hasta reducirlo a mero
registro: la enseñanza “prestará especial atención a la raza
indígena”, como también la legislación sobre cultura y la del
trabajo, sin especificación sobre motivo ni tendencia[xxvi][26]. El mismo año de 1945, Guatemala registra en la Constitución la
existencia de “grupos indígenas” declarando de “utilidad e
interés nacionales” una política de “mejoramiento económico,
social y cultural” de los mismos y confiándole al Estado la
atención de sus “necesidades, condiciones, prácticas, usos y
costumbres”. En 1965 éste se compromete a lo propio, “al
mejoramiento socio-económico de los grupos indígenas para su
integración a la cultura nacional”. La perspectiva es la
cancelatoria incluso, a la larga, en 1945, aunque entonces también
se añadiesen garantía para la propiedad comunitaria y aprecio para
el arte popular[xxvii][27].
En 1946 es la Constitución de Panamá la que dedica un capítulo a colectividades
campesinas e indígenas disponiendo la protección del Estado
“con el fin de integrarlas de manera efectiva en la comunidad
nacional”, aunque “conservando y desarrollando al mismo tiempo
los valores de la cultura autóctona”. Y añade algo: “Se
reconoce la existencia de reservas indígenas ya establecidas”.
Bajo la fórmula de “comarcas sujetas a regímenes especiales”,
Panamá ya venía cubriendo autonomías indígenas[xxviii][28]. En 1967 la Constitución de Paraguay declara que “idiomas nacionales de
la República son el español y el guaraní” añadiendo que “será
de uso oficial el español”, mientras que se velará por el
segundo[xxix][29].
Desde 1972, la Constitución de Panamá ya ofrece un desarrollo
mayor de unas posiciones similares de fondo (arts. 84, 86, 104,
120-123 y 141). Reconoce “patrones culturales propios” y no sólo
lenguas propias de los “grupos indígenas”. Garantiza la
“propiedad colectiva de las comunidades indígenas”. Son cosas
que quedan encomendadas al Estado marcándosele un objetivo. Su política
habrá de desarrollarse “de acuerdo con los métodos científicos
del cambio cultural”. Los mismos reconocimientos apreciativos
siguen entendiéndose transitorios. Mas aquí, en Panamá, viene
también permitiéndose desde temprano, como se ha reconocido en
1946, un régimen de especialidad que resulta de autonomía con
cobertura y garantía de grado legislativo para las comunidades indígenas.
Alguna ha podido dotarse de estatuto propio alegando el derecho internacional
actual de los derechos humanos
a fin de reforzarse frente a la misma ley del Estado[xxx][30].
De tal dimensión supraestatal, pues interesa neurálgicamente al
orden constitucional, habremos de tratar en este mismo capítulo. Ha seguido una oleada de pronunciamientos constitucionales más o menos
novedosos. En 1978 la Constitución de Ecuador añade al registro
lingüístico el reconocimiento del “sector comunitario” como básicos
para la economía[xxxi][31].
En 1982, la de Honduras registra que “el Estado preservará y
estimulará las culturas nativas” ocupándose de “la protección
de los derechos e intereses de las comunidades indígenas existentes
en el país” (arts. 172, 173 y 346). En 1983, la Constitución de
El Salvador declara que “las lenguas autóctonas que se hablan en
el territorio nacional forman parte del patrimonio cultural y serán
objeto de preservación, difusión y respeto” (art. 62). Ya está
confiriéndose al menos formulación más digna, sin manifestación
explícita de tutela, al
mismo planteamiento pupilar de este tracto constitucional. Y hay
expresión de cultura
donde antes se entendía incivilización. En 1985, la
Constitución guatemalteca reconoce el “derecho de las personas y
de las comunidades a su identidad cultural de acuerdo a sus valores,
su lengua y sus costumbres”, registra que la misma “Guatemala
está formada por diversos grupos étnicos entre los que figuran los
grupos indígenas de ascendencia maya”, expresa el respeto del
Estado a “sus formas de vida, costumbres, tradiciones, formas de
organización social, el uso del traje indígena en hombres y
mujeres, idiomas y dialectos” y hace aplicación al capítulo
propietario: “Las comunidades indígenas y otras que tengan
tierras que históricamente les pertenecen y que tradicionalmente
han administrado de forma especial, mantendrán ese sistema”
(arts. 58, 66-76 y 143). Da la impresión de estar produciéndose un
cambio de perspectivas por cuanto que el reconocimiento parece ser
de derecho propio y así ya no precario ni transitorio, pero la
novedad no acaba de materializarse, pues todo ello queda confiado a
una “ley específica” que, aparte de que no siga, mantiene el
asunto a la discreción del Estado. Para mayo de 1999 hay previsto
un referéndum de reforma constitucional que procede poco más que a
la adaptación del lenguaje a unos acuerdos de paz de alcance
superior como tendremos que ver[xxxii][32]. Por unos
mismos terrenos siguen moviéndose otros reconocimientos. Traen
también novedades de importancia. En 1987, la Constitución de
Nicaragua formula un principio de multietnicidad y plantea un régimen
de autonomía territorial mediante disposición legislativa para la
Costa Atlántica, la zona de predominio indígena (arts. 8, 11,
89-91, 180 y 181). Nicaragua no había respetado las condiciones de
autonomía colonial con las que había recibido este territorio en
1860 de Gran Bretaña[xxxiii][33].
En 1988, la Constitución de Brasil garantiza tierras y recursos con
la previsión de que la legislación identifique los segundos y
delimite las primeras en un contexto de apoderamiento federal
respecto a la población indígena (arts. 22.11, 22.14, 49.16,
109.11, 129.5, 210.2, 215.1, 231 y 232). En 1991, la
Constitución de Colombia, en consideración de “la diversidad étnica
y cultural de la Nación”, no sólo ofrece protección, sino que
también permite autonomía por mediación siempre de ley, admite
doble nacionalidad para evitar la escisión “de los pueblos indígenas
que comparten territorios fronterizos” y organiza una participación
específica de minoría en el poder legislativo (arts. 7, 10, 63,
68, 72, 171, 176, 246, 286-288, 321, 329 y 330). En 1992, México
reforma su Constitución para dar fórmula de pluriculturalidad a
las expresiones que vienen produciéndose de reconocimientos ya no sólo
de lenguas y costumbres, sino de verdaderas culturas o que así
ahora se dicen: “La Nación mexicana tiene una composición
pluricultural sustentada originalmente en sus pueblos indígenas”,
encomendando acto seguido la materia a la ley ordinaria (art. 4). Al
mismo tiempo, una reforma paralela cancela unas garantías de la
propiedad comunitaria que, para la población indígena aun sin la
identificación hasta ahora, existían en la Constitución mexicana
desde 1917 (art. 27.7), lo cual, esto segundo, la desamortización
de comunidad, ha conocido una inmediata legislación de desarrollo
que deja en suspenso lo primero, el reconocimiento constitucional de
derecho indígena[xxxiv][34]. Paraguay sigue en el mismo año emblemático de 1992 reforzando el
registro de la pluriculturalidad: “Esta Constitución reconoce la
existencia de los pueblos indígenas, definidos como grupos de
cultura anteriores a la formación y organización del Estado
paraguayo”, lo que se traduce en derechos a la “identidad étnica”
y a la “propiedad comunitaria”. “Paraguay es un Estado
pluricultural y bilingüe”, castellano y guaraní, lo que habrá
de concretarse mediante ley (arts. 62-67, 77 y 140). En 1993, Perú
reconoce constitucionalmente “la pluralidad étnica y cultural de
la Nación”, materializándose esto por la misma Constitución en
un plurilingüismo claramente desigualitario a favor del castellano
y en un régimen de “comunidades campesinas y nativas” que
vuelve a tender, como en el caso mexicano, al fomento de la
privatización ahora solapado bajo el mismo reconocimiento
constitucional (arts. 2.19, 17, 48, 88, 89 y 149). En 1994, la Constitución de Argentina procede al registro de presencia e
identidad, culturas y tierras, habilitando a la ley para la regulación
respectiva (art. 75.17). El mismo año Bolivia se declara
constitucionalmente “multiétnica y pluricultural” al tiempo que
“República unitaria”. “En el marco de la ley”, la
Constitución boliviana reconoce “los derechos sociales económicos
y culturales de los pueblos indígenas que habitan en el territorio
nacional” o de “las comunidades indígenas” en cuanto que
sujetos colectivos con “personalidad jurídica” y jurisdicción
propia “como solución alternativa de conflictos” (arts. 1 y
171). Queda el asunto en menor medida a la disposición de ley, pero
es siempre el Estado quien se reserva, como sujeto político, el
poder de dispensación de derecho y producción de ordenamiento
incluso ante pueblos que son comunidades porque tienen propios el
uno como el otro, el derecho como el ordenamiento. Ecuador ha hecho ahora todo un esfuerzo. Tras proceder en 1996 al
registro constitucional de pluriculturalidad y multietnicidad, ha
producido en 1998 una Constitución nueva y realmente renovada por
atención a derechos y por impronta indígena (arts. 1, 3.1, 23.22 y
24, 62, 66, 69, 83-91, 191, 224 y 241)[xxxv][35].
El reconocimiento de la pluralidad de culturas con “equidad e
igualdad” entre las mismas se presenta como forma de “fortalecer
la unidad nacional en la diversidad” con un horizonte de “interculturalidad”.
Se insinúa incluso un terreno común de definición nacional:
“Los pueblos indígenas, que se autodefinen como nacionalidades de
raíces ancestrales, y los pueblos negros o afroecuatorianos, forman
parte del Estado ecuatoriano, único e indivisible”. “El
castellano es el idioma oficial”; los “idiomas ancestrales” lo
son también “para los pueblos indígenas, en los términos que
fija la ley”. Tal es la tónica que va teniendo aplicación como
inciso de excepción a lo largo de la Constitución en la
generalidad de sus capítulos. Entre los derechos comparecen de
“participar en la vida cultural de la comunidad” y “a la
identidad, de acuerdo con la ley”. En el tracto de un constitucionalismo que como el latinoamericano viene
desarrollándose en castellano, figura incluso en la Constitución
ecuatoriana de 1998, en un título “de deberes y responsabilidades”,
un artículo en otro idioma que no es el segundo constitucional
americano, el inglés, ni los siguientes, el portugués y el francés[xxxvi][36],
sino uno precisamente no europeo: Ama
quilla, ama llulla, ama shua, esto es, “no ser ocioso, no
mentir, no robar” dicho en quichua (art. 97.20), la principal y
franca entre las lenguas indígenas por la zona andina, el Tawantinsuyu,
con Perú y Bolivia sobre todo inclusives. Es la extensión también
del lema, con el añadido eventual de Ama
llunku, “no ser servil”[xxxvii][37].
Puede parecer al pronto un pasaje intempestivo y desdeñable en el
cuerpo de una norma de naturaleza constitucional, pero cabe que
represente un signo pertinente y relevante. Constituye ante todo una
expresión reconocible de sentido comunitario para el orden indígena[xxxviii][38]. Con registros variados que a las alturas de 1998 cumplido han llegado a
este punto, la presencia indígena no puede ya decirse que la
ignoren unas Constituciones, pero sigue en cambio ignorándola un
constitucionalismo en cuanto que cultura de especialidad y también
de autoridad[xxxix][39].
Hasta dicho punto se ha llegado, extremo quizás aventurado para la
parte constitucional, pero momento todavía avaro para la indígena.
La propia identificación de unos pueblos como nacionalidades en pie de igualdad con otras, sin excluir la de
matriz europea, aparece indirectamente ahora en Ecuador como una
autodenominación sin alcance neto de reconocimiento constitucional
ni consecuencia clara de traducción institucional. A lo largo de la
Constitución ecuatoriana, por todo su entramado, se producen
previsiones en consideración de la presencia indígena, pero el
propio edificio constitucional no se replantea en función de la
misma. Según se procede, no parece ni siquiera preciso. El asunto
ya figura en el capítulo de los derechos al que la Constitución se
debe, pero no como tal, como derecho
en rigor, pues en el momento cuando puede alcanzar este valor no
deja de interponerse la remisión a ley, la subordinación de la
posición indígena a disposición incluso ordinaria de las
instituciones políticas de planteamiento todavía más ajeno que
propio, más de parte que común. Para completar el panorama latinoamericano conviene añadir referencia a
un instrumento internacional que está alcanzando valor
constitucional para algunos Estados de este área. Me refiero a un
convenio de 1989 sobre Pueblos
Indígenas y Tribales en Países Independientes de la Organización
Internacional del Trabajo, el Convenio
169 según la nomenclatura en uso por número de serie. Está
ratificado por México, Colombia, Bolivia, Costa Rica, Paraguay, Perú,
Honduras, Guatemala y Ecuador. Implica un reconocimiento equivalente
al de los últimos desarrollos constitucionales, pero sin suponer en
su caso redundancia por aportar desarrollo y control[xl][40].
En algunos de tales Estados, suple mención constitucional, como en
Costa Rica, o también desarrollo normativo, como en México. En
otros, como en Bolivia, imprime energía al propio reconocimiento o,
como en Honduras, eleva de grado la constancia. En todos, potencia y
refuerza, aunque no mude la naturaleza del registro, pues sigue tratándose
de una dispensa concesiva por la parte que se resiste a reconocer en
rigor el derecho de unos pueblos precedentes en el propio territorio.
Mas ya se contraen compromisos tanto constitucionales como
internacionales. Tiene también su lógica que algunos Estados, como
Chile, vengan resistiéndose a una y otra cosa, tanto a ratificación
de convenio internacional como a reconocimiento constitucional,
reduciendo el asunto a ley ordinaria de disposición más expedita.
Pero no vayamos ahora en la línea legislativa, aunque encierre
interés para los mismos contrastes constitucionales
particularizados[xli][41].
Es materia de otro capítulo, el tercero. Prosigamos en la dirección
internacional. Va a ser la importante en términos más generales
para la propia dimensión constitucional. 4.
Mundo terreno: el orden de los Estados
Los pueblos de Europa demasiado estrechos en sus paises,
encontrando un terreno, del cual no tenian los salvages ninguna
necesidad particular, ni hacian ningun uso actual y sostenido, han
podido legítimamente ocuparlo[xlii][42]. Para la parte constitucional, para su perspectiva especialmente jurídica
del Estado, sigue sin haber derecho en rigor propio de la parte indígena,
un derecho de debido reconocimiento a efectos no sólo de legitimación,
sino también de planteamiento de un sistema común. Con
pluriculturalidad y todo, difícilmente cabe esto si la propia Nación
no se pluraliza, si no comienza por reconocerse la misma pluralidad
no sólo de culturas, sino también de los correspondientes sujetos
colectivos con órdenes y recursos propios. Los derechos indígenas
efectivos han venido y en buena parte siguen produciéndose y moviéndose
al margen de las Constituciones, a espaldas de las previsiones y
mandatos constituyentes de los Estados. La tolerancia por una parte
y la precariedad por otra de una autonomía indígena no reconocida
ni siquiera en su grado efectivo sigue siendo situación bastante
generalizada. Los registros constitucionales no llegan a hacerse
cargo. ¿Qué Estado de Constitución, cuál comunidad de derechos que no
resulte ilusión de Naciones lesiva para pueblos, cabe por América?
En toda ella, haber Estado de Derecho, haylo, un status
iuris gentium, Estado de Derecho de
gentes y de toda su prolongación como derecho que se dice internacional. Ya he debido hacer referencia a la circunstancia de
que a las alturas del siglo XIX los Estados americanos contaban con
la ventaja de un orden interestatal más general que sustentaba y
favorecía plenamente su presunción de soberanía y la pretensión
de distribuírsela entre ellos a lo ancho y largo de toda la geografía
continental como si no existieran territorios independientes de
pueblos indígenas ni estos mismos pueblos dentro de las propias
fronteras efectivas, como si tal presencia fuera literalmente
invisible. Esto, un derecho dicho de gentes con sus presunciones, no
es un mero escenario. Constituye un factor activísimo sin cuya
consideración se entiende mal o no hay modo de entender la ilusión
del Estado de Constitución por América. La posición indígena de
partida no ha sido invento precisamente estatal, de cada uno de los
Estados por su cuenta y riesgo. Entre exclusiones e inclusiones, la
coincidencia de fondo es de lo más sintomática. La tutela y todo lo que la
misma implica en cuanto a degradación de posición con neutralización
de derechos era invención de un ius
gentium, del derecho de gentes que, desde tiempos medievales, se
permite concebir Europa para la humanidad toda sin contar con el
resto, entendiéndolo además ius
naturale, derecho de naturaleza, orden así obligado. Y el tutor
ya se sabe que tiene unos poderes discrecionales. Presume que conoce
el interés del pupilo mejor que éste mismo. Como antes Monarquías
e Iglesias, ahora Iglesias y Estados saben lo que les conviene a los
pueblos indígenas de América. No cabe entonces interponer derecho
alguno ante la discreción tutelar. Incluso cuando ésta no se
formula ni impone, como en algunos inicios o en unos recientes
desarrollos, la posición de fondo puede y suele mantenerse. Los
Estados se sienten investidos de ciencia y no sólo de poder para el
tratamiento de la población indígena como humanidad inerte sin
discernimiento atendible ni siquiera para los intereses propios[xliii][43]. La degradación de unas gentes
frente a otras, en presencia de las europeas, no es un invento
constitucional. Procede de siglos y se agrava incluso por unas vísperas,
cuando ya está concibiéndose lo que acabará llamándose Estado de
Derecho. Acúdase a la autoridad más reconocida de aquel
ordenamiento entre gentes por los tiempos de la constitución de
unos Estados americanos, autoridad además que atendía el caso de
América y que estaría muy presente por sus lares tanto anglos como
latinos. “None is more than Vattel”, palabra de Jefferson. Se
refería y me refiero al Droit
des Gens de dicho individuo[xliv][44].
Desde mediados del siglo XVIII, ahí tenemos pasablemente definido
el Estado de Derecho y
hasta el de Constitución,
así como también la visión restrictiva que aboca a la exclusión
colonial, incluso en momento constitucional, de la población indígena,
de la humanidad anterior a la europea en territorio americano.
Estamos en el que ha podido denominarse the
World of Vattel, un mundo terreno[xlv][45]. Ahí tenemos ante todo la categoría de “Nation ou Etat”, de Estado
identificado con Nación,
la institución política que constituyen los hombres para
protegerse a sí mismos, “pour procurer leur avantage et leur sûreté
à forces réunies”, con la capacidad de soberanía o autogobierno
para poder hacerlo: “Cette Autorité Politique est la Souverainité”;
“tout Nation qui se gouverne elle-même, sous quelque forme que ce
soit, sans dépendance d’aucun étranger, est un Etat
souverain”. La forma de substanciarse esto es la Constitucion:
“Le règlement fondamental qui détermine la maniére dont
l’Autorité Publique doit être exercée est ce qui forme la Constitution
de l’Etat”. Los subrayados son originales. Las categorías
primarias se definen en términos tan generales que parecería que
toda la humanidad pudiera recurrir a la fórmula nacional, estatal y
constitucional para amparo de sí misma. Pero un mero inciso, el de
la dependencia de Estado extranjero,
ya puede estar poniendo sobre aviso. Aparte otras aplicaciones más
resaltadas en el propio índice de la obra de Vattel, de alguna
forma ya se anuncia nuestro asunto para un apartado que no es
exactamente el de plausibilidad de Nación, posibilidad de Estado y
factibilidad de Constitución. Se contempla América. La vemos aparecer en un capítulo sobre
“obligation naturelle de cultiver la terre”, como en otro acerca
de “s’il est permis d’occuper une partie d’une pays, dans
lequel il ne se trouve que des peuples errans et en petit nombre”,
con este prejuicio respecto a población indígena que ya es todo un
anuncio de respuesta. Se presenta como “question célébre, à
laquelle la découverte du nouveau Monde a principalmente donné
lieu”, cualificándose de este modo por una idea de descubrimiento
que refuerza el escenario prejucidial. En este contexto, el dictamen
viene dado: “Les peuples de l’Europe, trop resserrés chez eux,
trouvant un terrein, dont les Sauvages n’avoient nul besoin
particulier ne saisoient aucun usage actuel et soutenu, on peut légitimament
l’occuper et y établir des Colonies”. Si hay reserva, es
respecto al colonialismo hispano, no al anglosajón, por la medida
en que el primero se habría excedido con el dominio directo de una
población. De tutela, de
una ya existente para uno y a la que vendrá también el otro como
sabemos, no se habla en el caso porque ya estamos ante la postura
constitucional originaria de la exclusión, la que va a presidir el
primer constitucionalismo estadounidense. Jefferson sabía qué
recomendaba. Europa, ella y sus extensiones, es el sujeto de ese derecho entre las
gentes, entre unos pueblos. Les
peuples de Europe son los que cuentan, los que pueden contar,
con título de Nación, institución de Estado y orden de Constitución.
El resto son les Sauvages,
los salvajes, gentes que se presume sin cultura, población de
credenciales inferiores, sin derecho en rigor propio, incluso por su
mismo territorio de cara a la inmigración europea. Así se
concretan unas categorías primarias. He ahí el escenario de
alcance normativo, mediante presunción cultural y otras
imposiciones concurrentes, donde cosas tan precisas para presencia y
defensa propias, como la Nación, el Estado y la Constitución, no
se encuentran definitivamente al alcance de todos los pueblos o de
todas las gentes. Quienes se mantienen independientes por América
con cultura no europea no cabe que prentendan posición alguna de
equivalencia jurídica ni política con la población de esa
procedencia o ese aculturamiento, con la que podrá así producir
Naciones, Estados y Constituciones. Pues Vattel mira como modelo al
sistema británico, he ahí un efectivo cauce entre órdenes europeo
y americano o entre los respectivos constitucionalismos si se quiere[xlvi][46]. Demos un salto en el tiempo, pues cabe y procede, ya que hay continuidad
a falta de revisiones que alcancen a nuestro extremo[xlvii][47].
El escenario internacional, interestatal o interconstitucional que
ahí se perfila resiste en lo sustancial al menos hasta 1960, hasta
la fecha de la Declaración
sobre la Concesión de Independencia a los Países y Pueblos
Coloniales de la Asamblea General de Naciones Unidas, pese esto
a su propia Declaración Universal de Derechos Humanos que en 1948 había
realmente mantenido, bajo eufemismos (art. 2.2), la discriminación
colonial entre pueblos como si esto fuera indiferente a las
libertades del individuo[xlviii][48].
En 1960 se produce por dicha otra declaración el giro de entender
ahora que “la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación
y explotación extranjeras constituye una denegación de los
derechos humanos fundamentales” para pasar a reconocer que, no sólo
los Estados establecidos, sino “todos los pueblos tienen el
derecho a la libre determinación”, derecho
humano también entonces (arts. 1 y 2). Es un giro que de
momento no alcanza, pero que podrá acabar interesando, a los
pueblos indígenas de América. La cualificación extranjera de
la descolonización ya excluye de entrada para Naciones Unidas el
supuesto así no reconocido del colonialismo interiorizado por los
Estados de América, por estas concretas Naciones. Los mismos
criterios identificativos de nuevos pueblos con capacidad de
afirmarse como Nación y constituirse como Estado van a resultar de
índole colonial: poblaciones exteriores a las fronteras por
distantes de los Estados colonizadores y conforme generalmente a las
propias demarcaciones entre ellos de los mismos dominios coloniales.
Se entiende que así se respetan principios jurídicos como el de uti possidetis que veremos en el capítulo siguiente por cuanto que
ha interesado con anterioridad a América. Efectuada la
descolonización, pueblo
se puede seguir entendiendo como viene haciéndose en este mismo
orden internacional ya constituido desde la propia fundación de
Naciones Unidas, esto es, la población comprendida en un Estado y
que presuntamente lo constituye. Permanece así la asimilación
entre ambos, entre una y otra categoría, sin cuestión de entidad más
intrínseca del pueblo mismo. Lo propio sigue visiblemente
ocurriendo con el término de Nación,
según ante todo ahora refleja el mismo nombre de unas Naciones
Unidas que lo que constitutivamente reúne son Estados. Las
cosas han cambiado para una parte de la humanidad ahora con acceso a
Constitución propia, pero no lo han hecho tanto respecto a un derecho
humano general, el que Naciones Unidas representan. Mas a partir de sus mismas marcas, de la declaración de derechos humanos
de 1948 y del compromiso descolonizador en su nombre de 1960, las
cosas pueden evolucionar por impulso de las propias Naciones Unidas
hasta comenzar a alcanzar a los Estados americanos más allá de lo
que ellos mismos hemos visto que se motivan y mueven, por lo que va
a poder interesarnos muy especialmente[xlix][49].
Ya tenemos el indicio del instrumento de 1989, el Convenio 169, de
la Organización Internacional del Trabajo, de este organismo
especializado de Naciones Unidas. Utiliza en su propio título, como
hemos visto, la denominación de pueblos, Pueblos
indígenas, pero puntualizando enseguida en el articulado que el
uso “no deberá interpretarse en el sentido de que tenga implicación
alguna en lo que atañe a los derechos que pueda conferirse a dicho
término en el derecho internacional” (art. 1.3). Salvo la
cancelación así de la posibilidad de libre determinación, el
tratamiento del pueblo indígena
es de sujeto activo del propio interés y no ya de humanidad
incapacitada y sometida a inculturación. Y hay más[l][50]. 5.
Energía universal e inercia regional: los derechos humanos
Considerando que los pueblos indígenas han sido
particularmente sometidos a niveles de discriminación de hecho,
explotación e injusticia por su origen, cultura y lengua[li][51]. El derecho humano de Naciones
Unidas no sólo consiste en un par de textos. También tenemos un
desarrollo declarativo a partir de la proclamación de 1948 y pasándose
por el viraje de 1960. Y además existen cauces jurisdiccionales que
pueden generar jurisprudencia al respecto en el mismo seno de
Naciones Unidas. Ya hay toda una experiencia[lii][52].
Está la Convención de Derechos Civiles y Políticos de 1966, o de 1976 para
su entrada en vigor, más interesante que la simultánea y paralela
de Derechos Económicos,
Sociales y Culturales, pese a este último adjetivo, porque es
ella y no ésta la que registra el derecho a la cultura particular,
no ya a alguna universal, y porque conoce además un protocolo anexo
estableciendo el Comité de Derechos Humanos, una jurisdicción más
independiente que el régimen común de control mediante informes
entre Estados y Naciones Unidas o entre ellos y la Organización
Internacional de Trabajo en su caso. Ambas convenciones recogen como
artículo primero la declaración del derecho de todos
los pueblos a la libre
determinación. Como tales, al contrario que las declaraciones,
precisan para su entrada en vigor ambas, como también por separado
la jurisdicción anexa, la ratificación particularizada y así más
comprometida de los Estados. Y están últimamente la Declaración
de Derechos de Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales o Étnicas,
Religiosas y Lingüísticas de 1992, y lo que todavía es sólo
un proyecto, pero ya formal desde 1994, el de Declaración
de los Derechos de los Pueblos Indígenas. La Convención de Derechos Civiles y Políticos, aparte de dicho primer
artículo sobre título colectivo de libre determinación, consiste
en un catálogo de derechos de asignación individual, comprendido
el indicado de la cultura propia. Allí donde existan “minorías
étnicas, religiosas o lingüísticas” los Estados no negarán
“a las personas que pertenezcan” a las mismas “el derecho que
les corresponde, en común con los demás miembros de su grupo, a
tener su propia vida cultural, a profesar y practicar la propia
religión y a emplear su propio idioma” (art. 27). Por tratarse de
un derecho de ejercicio colectivo, no se entiende que la que se
llama minoría en cuanto
tal lo tenga, sino que el mismo se atribuye a la persona, el individuo. Hace falta ser más u otra cosa, pueblo,
para contarse con derecho de la colectividad reconocido por esta
convención, el del primer artículo susodicho. Para los problemas
que todo esto pueda plantear, se cuenta sobre todo con la jurisdicción
del Comité de Derechos Humanos a la que tienen acceso los
individuos de los Estados que expresamente la aceptan. Ante el mismo, ante dicho Comité, ya ha habido reclamaciones del derecho
de libre determinación, el declarado en el artículo primero de la
Convención de Derechos Civiles y Políticos, en nombre de pueblos
no constituyentes de Estados, como ha sido iniciativa de parte indígena
de geografía precisamente canadiense. Canadá ratificó
tempranamente. El Comité de Derechos Humanos no las resuelve por un
motivo expresamente procesal: porque Naciones Unidas que lo
constituyen, el Protocolo de la Convención que lo habilita, ésta
misma que lo rige y los Estados que lo aceptan sin reservas, pues
algunos las interponen, sólo admiten una legitimación de carácter
individual y no la colectiva. Entiende que no puede pronunciarse
sobre el derecho de pueblo,
sino solamente sobre los individuales del resto del instrumento. Pero con ello no está negándose la existencia substantiva de ese
derecho del artículo primero, el colectivo, sino tan sólo la
posibilidad de que se haga valer por esta vía jurisdiccional. La
jurisprudencia del caso entiende de forma expresa que el
reconocimiento y ejercicio del derecho de libre determinación no se
ha saldado o agotado con la descolonización, a cuyos criterios de
distancias imperiales y fronteras coloniales evita claramente
recurrir. Por parte del Comité de Derechos Humanos, para declararse
una improcedencia, no se arguye que el supuesto sólo quepa por
“subyugación, dominación y explotación extranjeras”, como se
decía, con toda su secuela, en el artículo primero de la declaración
de 1960. Ahora se entiende que la cuestión también cabe, por
diferencias entre pueblos, en situación más contigua o de inclusión
bajo un mismo Estado, sólo que el Comité no esta habilitado para
dilucidarla. Los criterios de la descolonización quedan justamente
superados. Para esta autoridad jurisdiccional de Naciones Unidas, el
problema se encuentra abierto[liii][53]. El Comité de Derechos Humanos también viene generando jurisprudencia
acerca del artículo 27, el del derecho a la cultura particular de
titularidad individual y ejercicio social. Ha tenido ya a estas
alturas casos suficientes para marcar una línea de inteligencia.
Con la tensión interna de ese mismo artículo entre el derecho del
individuo y el ámbito del grupo, no puede llegar en caso alguno a
la consideración de un título colectivo que ampare al individual,
salvo el del Estado, pero apunta en la dirección. Entiende que el
derecho a la cultura no lo es sólo a la lengua o a otras formas de
comunicación y convivencia, sino también, por ejemplo, al propio
territorio y a los medios de utilización de sus recursos. Esto
también lo reconoce como cultura y así amparado por dicho artículo
27, acercándose al límite del derecho colectivo que no puede
plantear por la razón más procesal que sustantiva referida[liv][54].
Estamos ante un desenvolvimiento que importa particularmente a los
individuos y a los pueblos de Estados signatarios de la Convención
y del Protocolo[lv][55],
pero que también interesa a la evolución general en ciernes de un
orden internacional. Hay otras novedades en Naciones Unidas. Tenemos la cuestión misma de la minoría,
de esta categoría que sirve para determinar el supuesto del propio
artículo 27 de la Convención de Derechos Civiles y Políticos. No
es concepto nuevo como grupo humano. Proviene incluso de la
organización precedente, la Liga o Sociedad de Naciones. Naciones
Unidas lo tiene en juego desde sus orígenes hasta el punto de que
presta denominación a una de sus instituciones más activas, la
Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las
Minorías. Sirve para identificar la existencia de formaciones
humanas de entidad propia por cultura distinta sin Estado propio en
el espacio donde radican. El criterio es así desde el comienzo
cualitativo, no cuantitativo. Puede aplicarse y perfectamente se
aplica por parte de Naciones Unidas a poblaciones a veces
mayoritarias en el interior del correspondiente Estado, de un Estado
que se identifica y opera con otra cultura. Que la minoría
de derecho sea de hecho mayoría respecto a la medida estatal,
ocurre todavía en casos por América Latina pese a todas las políticas
de inmigración y reducción. Aunque sin lenguaje abiertamente degradatorio, no falta un hilo de
continuidad con la categoría más claramente colonial de la minoría de edad permanente necesitada de la tutela que presta definitivamente el Estado. Dado por lo demás que
cunde a lo ancho de la humanidad este supuesto de la minoría cualitativa, con independencia de que lo sea o no
cuantitativa, se comprende la actividad de la referida Subcomisión
a los efectos habilitantes de protección. Abundan los casos en los
que los Estados no la procuran y la minoría
está por definición privada, para este orden internacional, de la
posibilidad de asistirse a sí misma. Mas la descolonización no
deja de afectar al asunto. Hay minorías
que, reconocidas como pueblos,
desaparecen al hacerse Estados y las hay que, sin el reconocimiento,
vienen más a la vista al no tener la posibilidad de una tal
metamorfosis. El hecho es que durante las últimas décadas la
Subcomisión de Prevención de Discriminaciones y Protección a las
Minorías no sólo ha visto incrementarse su trabajo, sino también
planteársele el problema de su propio objeto con una pujanza
impensable, por vedada, en los tiempos más francamente coloniales. La cuestión ha venido a los términos de la existencia todavía de pueblos,
y no sólo de minorías,
sin el amparo propio debido desde la misma perspectiva de los
derechos humanos, una perspectiva realmente definida, no en 1948,
sino en 1966. La forma de plantearse las Convenciones con un primer
artículo de derecho colectivo, el de los pueblos a su propia
determinación, y una prosecución de derechos individuales, marca
la línea. Respecto a la declaración sobre descolonización de
1960, la entrada no es reiteración, sino integración. Los derechos
humanos individuales aparecen ahora con tal premisa de un derecho
humano colectivo. El derecho de cada pueblo a la libertad propia
resulta requisito para la libertad individual, para las libertades
de unos seres como los humanos cuya existencia no se plantea ni cuya
vida se desarrolla o cuya misma individualidad ni siquiera se genera
en el seno de una humanidad indiferenciada, sino en las culturas
particulares de nación o de adopción. No hay que decir que por
todo este tracto en ningún momento se pierde ni despista el hilo de
la libertad individual que parte de la Declaración Universal en
1948. Tras la descolonización, el problema fundamental pendiente para las
mismas Naciones Unidas es el de los pueblos
indígenas, el de unos pueblos colonizados e incorporados sin
determinación propia por parte de Estados que siguen siéndoles
culturalmente ajenos aun por mucho que les alcancen a otros
numerosos efectos. Conforme a cifras barajadas por los mismos medios
de Naciones Unidas, esta condición que puede decirse indígena
interesa a una humanidad de unos
trescientos millones de individuos, más de treinta por América.
Pero el problema para el derecho no es cuantitativo, sino
cualitativo. Resulta
característico, aunque no exclusivo, de América, no sólo de ese
contingente, sino también de la otra población que se ha
constituido ignorando tal presencia mayoritaria en unos primeros
tiempos constituyentes y hoy todavía en casos para el propio Estado.
Y en cualquier de ellos por el continente americano ahí existe un
buen número de pueblos sin reconocimiento, sujetos ignorados hasta
ahora del derecho humano a la determinación propia, de esta premisa
social, por cultural, de la libertad individual. Naciones Unidas ha afrontado el asunto llegándose a estas alturas en su
seno a la formulación de un proyecto de Declaración de Derechos de
los Pueblos Indígenas doblemente interesante porque no se reduce a
la proposición de reconocerlos como tales. Es un texto que merece
el calificativo de internacional
en mayor medida que otros de Naciones Unidas pues se ha acordado con
contribución determinante de representaciones interesadas. La
comisión que existe desde los años ochenta para el tratamiento del
problema, el Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas, tuvo el
bien sentido de recabar una participación indígena de determinación
propia, subvencionada mas no elegida por Naciones Unidas, que ha
sido decisiva a la hora de realizarse opciones y concretarse
planteamientos. Suyo es el combustible que ahora imprime energía.
El Grupo ha realizado trabajos de primordial interés para
esclarecimiento actual y reparación posible, pero el principal podrá
ser, si prospera, el que sienta unas bases, el texto de la Declaración
de Derechos de los Pueblos Indígenas[lvi][56]. El punto de partida de este texto no puede ser otro que el consabido, el
de aseguramiento a la humanidad indígena de “todos los derechos
humanos y libertades fundamentales” que vienen definiéndose desde
1948 a esta escala internacional con su exigencia de no discriminación
que ahora se declara no sólo respecto a los individuos, las
personas, sino también respecto a los colectivos, los
pueblos, unas y otros ahora los indígenas. Y éstos tienen así
el derecho de determinarse libremente comenzando por el propio
reconocimiento de su identidad. Las previsiones, pues son tales
todavía, creo que merecen citarse por extenso: Art. 1. Los pueblos indígenas tienen derecho al disfrute pleno y
efectivo de todos los derechos humanos y libertades fundamentales
reconocidos por la Carta de las Naciones Unidas, la Declaración
Universal de Derechos Humanos y el derecho internacional relativo a
los derechos humanos. Art. 2. Las personas y los pueblos indígenas son libres e iguales a
todas las demás personas y pueblos en cuanto a dignidad y derechos
y tienen el derecho a no ser objeto de ninguna discriminación
desfavorable fundada, en particular, en su origen o identidad indígenas. Art. 3. Los pueblos indígenas tienen derecho a la libre determinación.
En virtud de este derecho, determinan libremente su condición política
y persiguen libremente su desarrollo económico, social y cultural. Art. 4. Los pueblos indígenas tienen derecho a conservar y reforzar sus
propias características políticas, económicas, sociales y
culturales así como sus sistemas jurídicos, manteniendo a la vez
sus derechos a participar plenamente, si lo desean, en la vida política,
económica, social y cultural del Estado. Art. 8. Los pueblos indígenas tienen el derecho colectivo e individual a
mantener y desarrollar sus propias características e identidades,
comprendido el derecho a identificarse a sí mismos como indígenas
y a ser reconocidos como tales. Art. 9. Los pueblos y las personas indígenas tienen derecho a pertenecer
a una comunidad o nación indígena, de conformidad con las
tradiciones y costumbres de la comunidad o nación de que se trate.
No puede resultar ninguna desventaja del ejercicio de este derecho. Entre
colectividad e individualidad como sujetos de unos derechos de
libertad, no hay precedencia porque parece finalmente que no debe
haberla. Un derecho, el del pueblo, puede ser medida del otro, el
del individuo, como éste canon de aquél. Ambos constituyen
principios. Tanto montan. Uno y otro derecho se predican, pues se
necesitan, mutuamente. Las libertades individuales no son desde
luego nuevas en este desarrollo declarativo de derechos humanos. Lo
es el reconocimiento del pueblo como sujeto colectivo de libre
determinación sin los requisitos coloniales de la descolonización.
Figura en el proyecto con un pie de entrada realmente novedoso. Contándose
con la condición indígena, con esta determinada premisa, la identificación del
grupo humano como pueblo
se entiende competencia, no del Estado del caso ni tampoco de
Naciones Unidas, sino del colectivo interesado mismo, como primer
acto de ejercicio de la propia determinación, bien que, en caso de
desacuerdo y conflicto, con la mediación jurisdiccional todavía no
definida, pues no puede ser de parte, la estatal ni tampoco
exactamente la actual internacional que tiende a ser parcial por
cultura. Y sigue en
el proyecto otra novedad no menos substancial, la de atención al
supuesto de no correspondencia futura entre pueblo y Estado. Puede
parecer de entrada un contrasentido. El supuesto que se dedica así
el proyecto a considerar no es aquel de la descolonización que
implicara la asimilación entre pueblo y Estado con indistinción
final del primero por constitución del segundo. Ahora en cambio se
perfila un escenario de mantenimiento de la distinción o se ofrece
la posibilidad operativa de hacerlo sin producirse la cancelación
del derecho de pueblo a la determinación propia en libertad. Dicho de
otra forma, lo que se abre con la substanciación amplificada de
estos sujetos, los pueblos, es un horizonte de proliferación, no de
Estados, como con la descolonización, sino de lo que podamos llamar
en el lenguaje constitucional español actual, para entendernos, de
Comunidades Autónomas, de aquellas que tienen un sustento de nacionalidad,
según terminología de la Constitución, o de pueblo,
según expresión de algunos Estatutos, o del conjunto más amplio
de fórmulas que puedan barajarse entre autonomías
hacia el interior y federaciones
hacia el exterior, siempre que éstas naturalmente no sean tan
excluyentes sobre supuestos de cultura como los federalismos
conocidos por la misma América, aunque suelan predicarse lo
contrario. El nombre de la cosa es lo de menos. Quede en todo caso
sugerido el contrapunto de España porque a considerarlo como tal
vendrá el capítulo cuarto. No nos desviemos más en éste. He aquí
en un sólo artículo del proyecto, con fórmula de doble ciudadanía,
tanto el aparente contrasentido como la plausible resolución: Art. 32. Los pueblos indígenas tienen el derecho colectivo de determinar
su propia ciudadanía conforme a sus costumbres y tradiciones. La
ciudadanía indígena no menoscaba el derecho de las personas indígenas
a obtener la ciudadanía de los Estados en que viven. Los pueblos
indígenas tienen derecho a determinar las estructuras y a elegir la
composición de sus instituciones de conformidad con sus propios
procedimientos. Lo
importante es siempre la propia determinación, algo que no deja de
reiterarse y subrayarse en otros artículos. En relación con los
Estados, el principio creo que donde mejor se expresa es por un
inciso ya visto en el artículo cuarto. Me refiero al de si
lo desean, si así optan libremente. El Estado no puede imponer
ni forzar ni tampoco perseguir de modo alguno, por muy pacífico e
incluso humanitario que sea, la relación y la participación sin la
opción del pueblo indígena, sin tal venia y bienvenida. A este
motivo, que se aplica en otras ocasiones o que puede sobrentenderse
en más, se une el que también se reitera de consentimiento
libre e informado para actuaciones concurrentes con Estados.
Entre ambos, el de opción y el de consenso, constituyen un canon
interactivo de conexión entre sujetos colectivos, el pueblo y el
Estado ahora distintos. Repárese, con mis subrayados, en un artículo
que contiene los dos motivos: Art. 20. Los pueblos indígenas tienen derecho a participar plenamente, si
lo desean, mediante procedimientos determinados por ellos, en la
elaboración de las medidas legislativas y administrativas que les
afecten. Los Estados obtendrán el consentimiento libre e informado de los pueblos interesados antes
de adoptar y aplicar esas medidas. Unos pueblos
podrán existir en el seno de unos Estados sin que la circunstancia
haya de producir pérdida ni menoscabo de derecho propio, de un
derecho humano de carácter colectivo, el derecho a la libre
determinación, derecho que se conserva en dicha misma situación a
disposición siempre del pueblo y no ya del Estado. El primero, el
pueblo, y no el segundo, el Estado, establece los mismos
procedimientos de participación. Expresión de la libre determinación
resulta así la misma autonomía interna caso de mantenerse la
inclusión del pueblo en el Estado, caso de ejercerse así, ahora
que puede convenir, dicha libertad colectiva. De esta continuidad
entre libre determinación
y autonomía, de la común
categoría, tampoco falta formulación explícita: Art. 31. Los pueblos indígenas, como forma concreta de ejercer su
derecho de libre determinación, tienen derecho a la autonomía o el
autogobierno en cuestiones relacionadas con sus asuntos internos y
locales, en particular la cultura, la religión, la educación, la
información, los medios de comunicación, la salud, la vivienda, el
empleo, el bienestar social, las actividades económicas, la gestión
de tierras y recursos, el medio ambiente y el acceso de personas que
no son miembros, así como los medios de financiar estas funciones
autónomas. No habría
necesidad de constituir Estado para asumir la responsabilidad y
hacerse cargo colectivamente de los intereses propios, comenzándose
por la determinación de la misma ciudadanía. El Estado debe ahora
tomarlo y mantenerlo bien en cuenta. La regla también opera para el
ofrecimiento y recepción de ayuda y asistencia o para el derecho de
requerirlas y obtenerlas del propio Estado, así como de otras
organizaciones, sean también internacionales. Tampoco por esta vía
se puede intervenir regularmente en espacio indígena sin
consentimiento libre e informado. No podrá procederse ni siquiera
en esta vertiente de cooperación sin la determinación y autonomía
del pueblo indígena. Esto, todo esto, es lo que hay definitivamente
de nuevo en el actual proyecto de Declaración de Derechos de los
Pueblos Indígenas de Naciones Unidas. Es una
posibilidad que también de hecho se barajara con la descolonización,
ésta de no verse abocado necesariamente el pueblo a la erección de
Estado, pero que no cabe darse con garantías mientras que persista
la identificación entre el uno y el otro, entre pueblo y Estado,
con los costos, riesgos, desgarros y rupturas que comporta. El título
a la libre determinación no es un derecho que tenga por qué
agotarse en una opción o pronunciamiento. Lo es que puede
mantenerse y en estado no latente, sino operativo, mediante la
autonomía. Ahora se ofrece el marco y la cobertura de unas
formulaciones y unas garantías bajo las cuales resulta menos
impensable o incluso parece previsible y hasta plausible la pacífica
convivencia entre pueblo y Estado distintos y diferenciados,
compatibles y avenidos. Es, si no se malogra, la cuadratura
anteriormente imposible, el redondeo del círculo que con
anterioridad no supo ni siquiera concebirse, ya no digo activarse.
Naciones Unidas también están considerando la posibilidad de
formación de un foro
permanente en su propio seno entre pueblos indígenas así no
constituyentes de Estados[lvii][57].
Son cosas todas ellas sobre las que volveremos en el último capítulo. El excurso
en este primero por un mero proyecto, dedicándole más atención
que a instrumentos en pleno vigor, creo que ha merecido la pena.
Resulta ilustrativo no sólo para el supuesto indígena, sino también
para la problemática de fondo. Frente a los entendimientos
provenientes de la descolonización que siguen todavía imperando
incluso entre especialistas del derecho y más aún entre
profesionales de la política, vemos cómo viene perfilándose todo
un escenario de distinción y ofreciéndose toda una posibilidad de
compatibilidad entre Pueblos y Estados o entre pueblos y estados,
como sujetos ambos por igual con mayúscula o con minúscula, sin
efecto de cancelación del derecho de los primeros a la determinación
propia en libertad, se identifiquen o no con los segundos. Dicho de
otro modo, lo que se abre con la substanciación amplificada de
estos sujetos, los pueblos,
es un horizonte de proliferación, no de soberanías,
sino de autonomías, pero
de unas autonomías reconocidas y garantizadas internacionalmente
ante los propios Estados o frente a ellos en su caso, no de otra
forma que como se viene intentando reconocer y garantizar libertades
del individuo, derechos
humanos lo uno como lo otro. Como sujeto de mayor entidad, el
Pueblo, cuando no se determina por constituir Estado, se hace cargo
no sólo de su propio derecho, sino también del grado y las formas
de comunicación y participación. Expresión de la libre
determinación resulta la misma autonomía interna caso de
mantenerse la inclusión en el Estado, caso de ejercerse de este
modo, ahora que pudiera convenir, dicha libertad colectiva popular. Es un
proyecto, sólo de momento esto, un avance de novedades. El asunto
de la autonomía como expresión del derecho a la libre determinación
está hoy en la agenda de Naciones Unidas y en los tanteos de una práctica
internacional[lviii][58].
Pero hay más. En el mismo capítulo de un orden general de derechos
humanos, tampoco el momento actual más efectivo queda bien definido
con los amagos vistos de la jurisprudencia del comité de dicho
apellido. Hay otra novedad, ésta cumplida. Todo lo que viene
deliberándose y proponiéndose respecto a derechos de los pueblos
indígenas, de unas colectividades que no cabe definitivamente
encerrar en la categoría de minoría,
no ha dejado de influir en algún nuevo instrumento de desarrollo de
los derechos humanos, ya no mero proyecto. Se trata de la Declaración
de Derechos de las Personas Pertenecientes a Minorías Nacionales o
Étnicas, Religiosas y Lingüísticas de 1992, de este año emblemático
por la recurrencia de un centenario, el quinto, del mayor
acontecimiento colonial todavía no superado, el de la invasión
europea de América. Dicho instrumento no es que traiga mucho, pero
algo ofrece. Podemos seguir el ejemplo y volver a ser sumarios. Esta nueva
Declaración se presenta expresamente como desenvolvimiento del
referido artículo 27 de la Convención de Derechos Civiles y Políticos,
el del derecho a la cultura particular. Su título no parece
anunciar mucha novedad cuando especifica de tal modo que se sigue
tratando de derechos individuales y además de personas
pertenecientes a minorías, por esta específica circunstancia
cuya implicación ya conocemos. Alguna cosa nueva puede sin embargo
haber cuando el calificativo de nacional, uno que hasta ahora ha correspondido a los Estados o que
sigue haciéndolo en la propia denominación de Naciones Unidas, se
antepone para la minoría
misma a aquellos otros de etnia, religión y lengua que ya comparecían
en el susodicho artículo de 1966. Y novedad sustantiva hay, aunque
no de entrada. Los derechos que se declaran son efectivamente de
titularidad individual y ejercicio colectivo, con la tensión
conocida cuando no se da, como sigue ocurriendo, consideración de
derecho para la colectividad misma. La minoría
sigue siendo el ámbito de libertad de individuos cuya cultura no
cuenta con el amparo de Estado propio. Los hay con la suerte de esta
cobertura y los hay que, para el ordenamiento constitucional aun
vigente, no pueden valerse colectivamente por sí mismos y han de
confiar por tanto mayormente en un Estado de otra cultura[lix][59]. Mas la
novedad llega interesando a una población indígena que, mientras
que no progrese la declaración respectiva, sigue siendo minoría, teniendo este tratamiento para un orden internacional.
Ahora, mediante la Declaración de Derechos de las Personas
Pertenecientes a Minorías, el mismo se cuida de disponer que “las
medidas adoptadas por los Estados a fin de garantizar” tales
derechos no deberán considerarse contrarias “al principio de
igualdad” (art. 8.3), a este canon no sólo propio y característico
de las Constituciones, sino también de los mismos derechos humanos
desde la Declaración Universal de 1948. Dentro del Estado, un
principio tan básico ya no se define respecto a los individuos,
sino entre grupos. Adviértase todo lo que aquí puede encerrarse.
Como en el proyecto de Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas,
pero en un instrumento ya acordado, hay un cambio de medida. La igualdad
de derechos individuales, que se predica universal, ha de medirse,
no por el Estado, como viene constitucionalmente practicándose,
sino por la minoría misma.
No cabrá ya la ocurrencia de que unos pueblos autónomos por
derecho propio no logren espacio en el interior de Estados
constitucionales porque esto se entienda atentatorio contra la
igualdad de la ciudadanía, un argumento proverbial y manido de cara
a la humanidad indígena a lo ancho y largo de América sin ir más
lejos. La igualdad se mide ahora por la
minoría, lo que es el grupo y puede ser el pueblo, ya no, de
distinguirse, por el Estado. He aquí, sólo ahora, la solución de
continuidad con el tracto de la categoría minoratoria colonial. Es
lo que ha quedado en este instrumento de unos proyectos que
consideraban derecho no sólo individual, sino también colectivo
para las llamadas minorías ya por fin impropiamente. Minoría es ahora medida de sí misma, lo que subvierte la propia categoría.
¿Cómo va a seguirse predicando tal cosa, minoría, si para la cuestión esencial de los derechos ya no se
mide con respecto a nada ajeno, como el Estado, sino al grupo propio?
La primera igualdad individual resulta una igualdad colectiva, la
igualdad de todos los individuos a un espacio de cultura propia en
la misma medida, sin discriminación así ninguna de entrada. No hay
gentes más cultas con mayor derecho y otras necesitadas de
inculturación por las primeras como estaba al fin y al cabo presumiéndose
incluso por la misma Declaración Universal de Derechos Humanos. Era
la presunción del colonialismo desde los tiempos del ius gentium o derecho de gentes de la Europa medieval, como lo ha
sido a lo largo de toda nuestra época contemporánea de esa secuela
que llamamos derecho
internacional. Tampoco es que tengamos ahora la panacea con las
novedades dichas, pero estamos ante un giro decisivo. Problemas para
la misma categoría indígena,
ya no digo para la de minoría,
afrontaremos al final del libro, cuando contemos con más
antecedentes. La presunción es lo que sigue por ahora imperando. Todavía no raramente
campea por América entre los Estados constituidos de cara a la
presencia indígena. Por estas latitudes también tenemos un derecho
internacional más específico, el derecho interamericano, pero no
creo preciso adentrarse ahora en su planteamiento y evolución.
Comienza durante el siglo XIX no sólo ya con la afirmación más
radical de fronteras heredadas del colonialismo ignorándose la
presencia y despreciándose la suerte de los pueblos indígenas,
sino que también, pues se percata, arranca con la formulación de
previsiones enteramente cancelatorias de toda cultura que no sea de
procedencia europea. Es cosa que veremos en el siguiente capítulo
con sus torpes justificaciones jurídicas, como las de unos
presuntos principios de res
nullius y uti possidetis.
Por lo que ahora importa, durante el último medio siglo América ha
conocido una evolución bastante mimética respecto al derecho de
Naciones Unidas, pero sin acercarse mínimamente, pese a que el
problema sea específico, ni en grado de conciencia ni en innovación
de perspectiva. Y Estados americanos, incluso los de reconocimientos
constitucionales más aparentes, están hoy frenando en Naciones
Unidas el proyecto de Declaración de Derechos de los Pueblos Indígenas.
El panorama interamericano aporta poco salvo silencio embarazado o réplica
modesta[lx][60]. Si está hoy conformándose al propósito un derecho interamericano o al
menos interlatinoamericano, no procede de instituciones propias,
sino de la Organización Internacional del Trabajo, pues el referido
Convenio 169, de 1989, lleva camino de convertirse en el instrumento
que preside el tratamiento de la presencia indígena por este área.
Está interesando no sólo a los Estados signatarios ya referidos,
sino también a los que suscribieron otro anterior, de 1957, sobre protección
e integración de las poblaciones indígenas, verdadera suma
colonial en cambio[lxi][61],
el cual sigue vigente para los Estados que lo ratificaron y no han
hecho lo propio con el actual, en cuya situación se encuentran
Argentina, Brasil, El Salvador, Panamá, Cuba, República Dominicana
y Haití. También puede pesar entre los que han suscrito ambos[lxii][62].
Ante una contradicción palmaria pese a que el segundo, el 169,
constituye formalmente reforma del primero, la Organización
Internacional del Trabajo ha adoptado para los informes de control
la línea de interpretar el instrumento obsoleto a la luz del
renovado mediante el argumento expreso de que el actual y no el
anterior responde a derechos humanos, a este orden de derecho
internacional menos recluible en fronteras. Es razonamiento que a
los mismos efectos también se está abriendo camino respecto a las
Convenciones de Naciones Unidas, pues necesitan igualmente
ratificación, y a su desarrollo jurisdiccional como el que hemos
visto para el derecho a la cultura propia[lxiii][63]. 6.
Presente constitucional: la originalidad impenitente
La
ley de asiento de las reclamaciones de los nativos de Alaska y esta
misma ley constituyen legislación india de la competencia del
Congreso de los Estados Unidos conforme a la plena autoridad que le
confiere la Constitución a los efectos de regular los asuntos
indios[lxiv][64]. A la vista
de unos arranques y unas evoluciones constitucionales e
internacionales, originales y comunes, ¿qué Estado constitucional
ha cabido y cuál cabe por América? La parte pasada de la cuestión,
también presente, ha obtenido respuesta. La futura es más incógnita,
pero no nos faltan sugerencias gracias tanto al desenvolvimiento del
constitucionalismo por el continente como también y sobre todo al
desarrollo del ordenamiento de derechos humanos por el universo de
Naciones Unidas. Si se advierten y relacionan ambas cosas, si
dejamos de considerar la materia constitucional por el espejo
europeo y en la superficie estatal, hay, si no respuestas, al menos
ayudas que pueden respondernos si sabemos hacer las preguntas.
Conviene para la reflexión integrar planteamientos y desarrollos
constitucionales e internacionales, también y ante todo los
naciounidenses, pues hoy están felizmente emparejados y son por
fortuna interactivos. Entre derecho estatal y derecho internacional, entre derechos
constitucionales y los humanos, está conformándose el imperativo
de que unos Estados de colonialismo interiorizado se reconstituyan,
no con meros reconocimientos de una presencia para aposición
concesiva de unos derechos relativos, sino con un constitucionalismo
inédito que, en consideración de libertades individuales, traiga
la novedad, no exactamente de anteposición de título colectivo,
pues esto ya lo hacen los Estados mismos con su propio ordenamiento,
sino de aquel que responda a la efectiva existencia de pueblos
distintos por culturas diversas, responsables y capaces así ahora
de ofrecer en su ámbito garantías bajo tal orden internacional común
de derechos humanos comunes. Valgan las aparentes redundancias
porque estamos ante la redondez y no la cuadratura del círculo. En otro caso, allí donde, como es regla palmaria por América, el pueblo
constituyente con cuya cultura el Estado se identifica no es la
población toda comprendida por unas fronteras ni la primera
siquiera existente en el tiempo y presente hoy, los planteamientos
constitucionales de derechos puramente individuales producen efectos
radicalmente lesivos para el individuo mismo. Sólo derechos de gentes, con lo primero, el título, y no sólo lo
segundo, el pueblo, en plural, por cuanto que premisa y como
exigencia de los derechos individuales, para su cobertura y amparo
mediante la autonomía colectiva del caso, pueden fundar un
constitucionalismo sin las hipotecas coloniales que sobre todo se
sufren, naturalmente, fuera de Europa. Es más difícil por supuesto
hacerse cargo para quien cuenta y se satisface con cultura dominante. Ante el
valor reflexivo de unas evidencias, no hace falta que especulemos
por cuenta propia. Con un nuevo derecho internacional, uno
verdaderamente tal, tampoco hará falta que América sea tan
original. Lo ha sido y lo es su situación constitucional por la
presencia extrañada de la humanidad indígena, pero no lo fue ni
llega a serlo la posición de su constitucionalismo, pues no acaba
de afrontar la deficiencia constituyente por continuidad
interiorizada del dominio colonial. Con esto es imposible ni
siquiera un derecho común y general, uno que marque con libertades
las reglas de juego de los diversos pueblos en presencia a escala
también estatal. La ilusión mejor que fuera la igualdad de
ciudadanía ha resultado también el fraude mayor. Que la enmienda
precisa supone un reto descomunal, quién lo duda. Afecta no sólo a
instituciones, sino también a culturas, debiendo comenzarse por la
descolonización de la que es todavía de matriz europea, de ella
misma internamente, a unos efectos constitucionales de
compatibilidad. Una sola cultura no cabe que sea medida de todas. No
lo es cada Estado ni tampoco puede serlo la humanidad entera. Son
desmesuras, también la segunda, que defraudan. Las medidas
deben concurrir a partir de la primaria, la de cultura propia, y
alcanzándose la última, la de humanidad entera. El empeño de la
originalidad, aquel que por América llega a tomar forma de amago
descolonizador frente a cultura europea, como si el problema no
fuera interno, está hoy implicando desentendimiento respecto al
orden internacional de los derechos humanos, el que puede presidir
la reconstitución porque ya mira al orden primario. We the People, un pueblo americano
en singular, no es sujeto que pueda resolver el dilema ni siquiera
interiormente. Como refleja la propia historiografía, el
constitucionalismo estadounidense, con todo su planteamiento de
libertades, resulta especialmente refractario a la toma en
consideración a efectos internos del orden de los derechos humanos
que está abriendo realmente la posibilidad de comunicación de
libertad en igualdad[lxv][65].
Lo es tanto como a tomarse en serio la dimensión primaria, la del
constitucionalismo indígena de la propia geografía. We
the People también es expresión de arranque de otros
pronunciamientos igualmente constitucionales por las latitudes de
los Estados Unidos: “We the People of the Cherokee Nation...” o
“We the People of the Muscogee Nation...”, por ejemplo[lxvi][66].
La cuestión es así de constituyencia,
de determinación de sujetos constituyentes sin cometerse la petición
de principio de presumirse uno solo con cancelación del resto. He ahí
origen en plural. No cometamos entonces petición de orígenes.
Originalidad no tiene por qué ser originalismo. Consiste lo primero
en constancia de historia y lo segundo en tendencia de política. Lo
uno mira a la singularidad de un pasado como de un presente
constitucionales, mientras que lo otro pretende reducir el
constitucionalismo actual a uno pretérito, al de unos orígenes que
fueron y aún se quieren constituyentes. El uno, el de historia,
puede hacerse cargo, como hemos visto, de una evolución favorable a
libertades, mientras que el otro, el de política, se resiste
precisamente. Originalismo
se llama hoy en los Estados Unidos, como en otras latitudes por la
influencia estadounidense, a este empeño de arraigar el sistema en
el tiempo. Constituye una posición que no se asume desde luego por
quienes sólo constatan y quieren hacer valer una originalidad de
historia propia. Pero algo hay en común y esto es el
ensimismamiento en el propio caso. También comparten por América
el descuido de su extremo precisamente más original en todos los
sentidos, el origen peculiar que más puede dificultar, si no
impedir, la satisfacción con la propia historia, el de unas
exclusiones de partida todavía no solventadas, como en particular
la indígena. El mismo problema originalista es bastante peculiar del caso
estadounidense, dada la presencia documental de una Constitución,
la de 1787, colonialista, esclavista y sexista, con un procedimiento
de enmiendas por adiciones que respetan siempre el texto. La difusión
actual de la temática del originalismo también tiene culturalmente
algo de neocolonial ahora en sentido de vuelta, aun no dejando de
ofrecer buena ocasión para el abordaje de problemas reales de fondo
de un orden que, como el constitucional, si ha de atenerse a textos,
no puede limitarse a ellos o debe incluso trascenderlos no sólo por
razón de tiempo[lxvii][67].
La misma problemática estadounidense en clave de historia es propia
del constitucionalismo e interna al mismo. Conviene subrayarse esto
pues por las latitudes latinoamericanas se plantea también otro originalismo,
uno que mira a la recuperación de historia preconstitucional, de la
más colonial entendiéndose como civilizatoria, con determinación
facciosa. Es una historiografía que, a mi entender, merece debate
político, pero no otra consideración. No creo que deba aquí
distraernos. Comienza por manifestar su desprecio por los textos
constitucionales, por este material que nos hemos tomado aquí
absolutamente en serio como base de partida[lxviii][68]. Si nos atenemos al tiempo constitucional, el único que puede prestar
problemática al constitucionalismo sin desvirtuarlo de entrada, el
juego del originalismo es más difícil para Latinoamérica que para
los Estados Unidos del norte, aunque sólo sea por la razón
sencilla de que no hay Constituciones tan vetustas. La de Argentina,
de 1853, ya ha suprimido el lenguaje obsoleto respecto a la población
indígena. Otras conocen renovaciones más completas. ¿Y qué
originalismo, si no es siempre el colonial, va a haber con
Constitución tan lozana como la de Ecuador de 1998? Hay
originalidad, como forma en parte ahora de resistencia estatal a las
mismas posibilidades abiertas por un orden internacional de derechos
humanos, el cual suele estar ya al tiempo aceptándose de modo
expreso, tal y como ocurre con creces en el mismo texto ecuatoriano
(arts. 3.2, 4, 8.5, 17, 18 y 161.5). He aquí vías abiertas a la
integración entre internacionalismo y constitucionalismo o, por
decirlo quizás mejor, entre dos escalas al fin y al cabo de lo que
debiera ser un mismo constitucionalismo, la interpopular y la
interindividual. Para unos y otros casos, dígase lo propio. Contra originalismo,
reconstitución, el reconstituyente de los derechos humanos y no
otro origen ni más originalidad. Una cosa es que la raíz agarre y
otra que atrape. ¿Qué historia propia se precisa cuando la cuestión
es de principios en tiempo presente y así futuro, nunca ya de un
pretérito siempre imperfecto, de unos orígenes? La buena
historiografía puede efectivamente contrarrestar un mal
constitucionalimo, el originalista de textos que han perdido su
contexto, pero no cabe que ofrezca por sí sola respuestas sin
recaer en la desvirtuación tanto de una cosa como de la otra, de
pasado como de presente, de historia como de Constitución[lxix][69].
Igual que cualquier otra ciencia desde luego, tal cual tampoco la
antropología de campo o el constitucionalismo de oficio, la
historiografía carece de autoridad para dar solución ninguna a la
cuestión clave primera de constituyencia de unos pueblos[lxx][70],
pero no parece caber duda de que pueda concurrir, si no cultiva
ficciones, a vencer cegueras. ¿Qué peculiaridad de principios, cuál historia particular, va a
convenir si un orden internacional está codificando las reglas
precisas? ¿Qué teorías tampoco necesitamos? Pero algo pintan orígenes.
La mejor historiografía constitucional plantea los problemas
constitucionales peores, los más duros de constituyencia. Evita que
se cierren en falso identificándose Pueblo, Nación y Estado. Una
vez que ha de tratarse de derechos de libertad tanto individual como
colectiva, la historia tiene algo que decir en el mismo campo
constitucional por lo que interesa a los sujetos lábiles y
compuestos, a los individuos que son entidades visibles y discretas,
sino a las colectividades de identidad menos patente y más problemática.
Es cuestión de constituyencia según palabra que invento pues ni siquiera se tiene.
Está dicho que la historiografía no ofrece respuestas, pero aporta
evidencias, las que hoy ignora un constitucionalismo tan depurado
contra el propio originalismo y así de historia que pierde tal
misma cuestión constituyente, la primera constitucional, para la
que se carece hasta de voz. Las posiciones hoy más acreditadas en
este campo de las libertades incurren plenamente en la carencia[lxxi][71].
¿Y qué exposición de qué constitucionalismo comienza hoy enfrentándose
con la contingencia histórica de su propio sujeto político
colectivo y con el eventual requerimiento de su reconstitución? ¿Cuál
no da esto primero por sentado? Luego vienen las sorpresas. [i][1]
Interrogantes pronunciados hacia 1812 por Tecumseh, presidente
del pueblo shawnee, que traduzco de la versión inglesa ofrecida
como encabezamiento también de su primer capítulo por Dee Brown,
Bury my Heart at Wounded Knee: An Indian History of the American West
(1971), Londres 1991. [ii][2] Bernard Bailyn, The
Ideological Origins of the American Revolution, Cambridge
(Mass.) 1967; Gordon S. Wood, The Creation of
the American Republic, 1776-1787, Chapel Hill 1969; John
Phillip Reid, Constitutional History of the American Revolution, Madison
1986-1993; Jack N. Rakove,
Original Meanings:
Politics and Ideas in the the Making of the Constitution,
New York 1996. [iii][3] Bruce Ackerman, We
the People, vol. I, Foundations,
vol. II, Transformations,
Cambridge (Mass.) 1991-1998, I, pp. 3-33, faltando aún el vol.
III, Interpretations. [iv][4] B. Ackerman, We
the People, I, pp. 314-319, II, pp. 88-89. Compárese
con las remisiones de la voz Indians
en los índices de materias de las obras citadas de G. Wood,
J.P. Reid y J. Rakove.
Entre los de We the People,
aparecen sólo las voces de Blacks
y de Women, con lo que no se facilita la detección de la pérdida. Para
cálculo de población presente, el aproximativo que cabe,
Roberto Jordán Pando,
Poblaciones indígenas de América Latina y el Caribe, México 1990,
cuadro primero para toda América. [v][5]
En los próximos apartados doy forma a lo expuesto entre los días
14 a 18 de diciembre de 1998 sobre Derecho internacional y derecho constitucional en la primera edición
del diplomado de Derechos
de los Pueblos Indígenas de la Universidad de La
Cordillera, La Paz, Bolivia, bajo el rectorado de Ricardo Calla,
primer grado en tal materia indígena con tal sujeto de pueblos
creo que de toda Latinoamérica. Registro ahora, en este capítulo
primero, la referencia exacta de artículos constitucionales en
la propia exposición, sin necesidad de notas respecto a ellos,
cuando se trata de textos en vigor, al menos teórico, a dichas
alturas de finales de 1998, marcando de este modo la vigencia
frente a pronunciamientos obsoletos. La colección más al día
que conozco de las Constituciones americanas, de las de Estados
independientes, se halla en la red: http://www.georgetown.edu/LatAmerPolitical/Constitutions/constitutions.html.
Excepto casos de independencia ulterior, no me ocupo ahora, en
este capítulo, de Constituciones estatales interiores a Estados
federales, como tampoco, esto en todo el libro salvo algún
inciso realmente mínimo, de las que también existen
actualmente, Constitutions,
de reservas indígenas en Estados Unidos, algunas igualmente en
la red: http://thorpe.ou.edu/const.html/ o también, pues no hay
coincidencia completa de textos recogidos: http://www.councilfire.com/constoc.htm.
No indico fechas de última consulta, según se recomienda para
citas que pueden ser efímeras, pues lo que espero es que sigan
vivas y actualizándose. [vi][6] Manifestaciones de George Washington, todavía no presidente de los
Estados Unidos, en 1783: “At first view, it may seem a little
extraneous, when I am called upon to give an opinion upon the
terms of a Peace proper to be made with the Indians, that I
should go into the formation of New States; but the Settlement
of the Western Country and making a Peace with the Indians are
so analogous that there can be no definition of the one without
involving considerations of the other”, que cito por Francis
P. Prucha (ed.), Documents
of United States Indian Policy (1975), Lincoln 1990, p. 2. [vii][7] Philip P. Frickey, Marshalling
Past and Present: Colonialism, Constitutionalism, and
Interpretation in Federal Indian Law, en Harvard
Law Review, 107, 1993, pp. 381-440. [viii][8] Robert N. Clinton, The
Proclamation of 1763: Colonial prelude to two centuries of
Federal-State conflict over the management of Indian affairs,
en Boston University Law
Review, 69, 1989, pp. 329-385, con el texto de la proclamación,
pp. 382-385. [ix][9]
Está indicada la dirección en red para las Constituciones en
vigor de América toda, anglo y latina, pero respecto a Canadá
hay una de interés superior por aporte documental,
comprendiendo, como vigente, el texto de la Proclamación de
1763 y no sólo, dado el tracto, el acta primera, la de 1867, y
sus sucesivas reformas: http://www.miredespa.com/wmaton/Other/Legal/Constitutions/Canada. [x][10]
Luís Mariñas Otero
(ed.), Constituciones de
Venezuela, edición del Instituto de Estudios Políticos,
Madrid 1965, Constitución de 1811, Disposiciones
generales, arts. 200 y 201. Un buen cuerpo de Constituciones
latinoamericanas cuenta con edición en serie de dicho Instituto
y del de Cultura Hispánica que casi nos basta para una visión
histórica: Ecuador (1951), Cuba (1952), Argentina (1952),
Puerto Rico (1953), Perú (1954), Panamá (1954), Uruguay
(1956), República Federal de Centro América (1958), Guatemala
(1958), Nicaragua (1958), Bolivia (1958), Brasil (1958), El
Salvador (1961), Honduras (1962), Costa Rica (1962), Venezuela
citada (1965), Haití (1968), Colombia (1977) y Paraguay (1978).
Para México, Felipe Tena
(ed.), Leyes Fundamentales
de México, 1808-1992, México 1992, hasta la reforma que va
a interesarnos. Las Constituciones de Perú, desde la española
de 1812, se ofrecen también en la red: gopher://ulima.edu.pe/11/ccpp/seccion1/cante%09%09%2B. [xi][11]
Al contrario de la federación de Centro América, que tiene
colección propia en la serie citada, la de Gran Colombia y
precedentes se comprende más completa, por razón sólo
nominal, entre las colombianas: Diego Uribe
Vargas (ed.), Las
Constituciones de Colombia (1977), edición ampliada y
actualizada, Madrid 1985, Acta de Confederación de 1811, arts.
23-25. La Constitución de Cundinamarca o pequeña Colombia del
mismo año es anterior, como también dichas bases federales, a
la venezolana, pero la cundinamarquesa primera guarda vínculo
con España y silencio sobre la presencia indígena. De estos
textos iniciales, también de los constitucionales internos de
Estados federales, se ocupa el capítulo último. [xii][12]
Ramiro Borja
(ed.), Las Constituciones
del Ecuador, Madrid 1951, Constitución de 1830, art. 68. [xiii][13]
L. Mariñas Otero
(ed.), Las Constituciones
de Guatemala, Madrid 1958, Leyes constitucionales de 1839,
Declaración de Derechos, sección III, art. 3. [xiv][14]
L. Mariñas Otero
(ed.), Constituciones de
Venezuela, Constitucion de 1864, 1874, 1881 y 1891 art.
43.22; de 1893, art. 44.21; de 1901, art. 54.30; de 1904, arst.
4 y 52.4; de 1909, arst. 9, 57.5 y 80.18, el de misiones cuyo
registro no se reitera en otros textos constitucionales porque
pasa a ley hasta hoy; D. Uribe
Vargas (ed.), Las
Constituciones de Colombia, Constitución de 1863, art. 78.
A novedades que ahora, en 1999, anuncia el actual proceso
constituyente venezolano me referiré en el último capítulo. [xv][15]
F. Tena (ed.), Leyes
Fundamentales de México, Constitución de 1857, art. 111.1. [xvi][16]
Laura San Martino
(ed.), Documentos
constitucionales argentinos, Buenos Aires 1994, acuerdos
entre Buenos Aires y Santa Fe de 1823, preámbulo, entre Santa
Fe y Montevideo del mismo año, art. 2, y entre Buenos Aires y Córdoba
de 1829, arts. 4 y 5, pues esta colección se extiende a
tratados interprovinciales además de a Constituciones
provinciales del XIX; Constitución de 1853, art. 64.15. [xvii][17]
Para recepción de noticias y circulación de textos sin
mostrarse interés, aunque haga aparición, por la presencia indígena,
Mario Rodríguez, La
revolución americana de 1776 y el mundo hispánico: Ensayos y
documentos, Madrid 1776; Merle E. Simmons,
La Revolución Norteamericana en la Independencia de Hispanoamérica,
Madrid 1992. La presencia indígena sigue sin considerarse clave
ninguna para el federalismo criollo: Marcello Carmagnani
(ed.), Federalismos
latinoamericanos: México / Brasil / Argentina, México
1993. [xviii][18]
Para otras perspectivas y repasos, Rodolfo Stavenhagen
(ed.), Derecho indígena y derechos humanos en América Latina, México
1988; Greg Urban y
Joel Sherzer
(eds.), Nation-States and Indians in Latin American, Austin 1991; B. Clavero,
Derecho indígena y cultura constitucional en América, México
1994; Donna Lee Van Cott
(ed.), Indigenous Peoples
and Democracy in Latin America, New York 1994; Enrique Sánchez
(ed.), Derechos de
los pueblos indígenas en las Constituciones de América Latina,
Bogotá 1996; Cletus Gregor Barié,
Pueblos indígenas y
derechos constitucionales en América Latina: Un panorama,
en prensa en el Instituto Indigenista Interamericano, el cual me
ha sido de superior ayuda no sólo por último, sino también
por documentado para el momento presente. [xix][19]
Primer considerando del decreto del Congreso de Guatemala de 12
de agosto de 1946 aprobando el convenio de primero de noviembre
de 1940 para creación en México del Instituto Indigenista
Interamericano, lo que cito por Jorge Skinner-Klée
(ed.), Legislación
indigenista de Guatemala (1954), Guatemala 1995, edición
puesta al día, pp. 126-127. El tratado de referencia con
información sobre ratificaciones está en la red: http://www.oas.org/En/prog/juridico/spanish/firmas/b-26.html. [xx][20]
Faustino J. Legón (ed.), Las
Constituciones de la República Argentina, Madrid 1952,
dicha Constitución de 1857, art. 64.15, que es el 67.15 desde
la reforma de 1860; L. Mariña
Otero (ed.), Las
Constituciones de Paraguay, Madrid 1978, Constitución de
1870, art. 72.13. [xxi][21]
L. Mariñas Otero
(ed.), Las Constituciones
de Honduras, Madrid 1962, Constitución de 1865, art. 108;
de 1873, art. 112. [xxii][22]
R. Borja (ed.), Las
Constituciones del Ecuador, Constitución de 1906, art. 128;
de 1929, arts. 153 y 167. [xxiii][23]
José Pareja Paz-Soldán
(ed.), Las Constituciones
del Perú, Madrid 1954, Constitución de 1920, art. 58; de
1933, tít. XI, arts. 208-212. [xxiv][24]
Temistocles Brandâo Cavalcanti (ed.), Las
Constituciones de los Estados Unidos del Brasil, Madrid
1958, Constitución de 1934, art. 129; de 1937, art. 154; de
1946, art. 216. [xxv][25]
Ciro Félix Trigo
(ed.), Las Constituciones
de Bolivia, Madrid 1958, Constitución de 1938, sección XIX,
arts. 165-167. [xxvi][26]
R. Borja (ed.), Las
Constituciones del Ecuador, Constitución de 1945, art. 143;
de 1947, arts. 171, 174 y 185, letra o. [xxvii][27]
L. Mariña Otero
(ed.), Las Constituciones
de Guatemala, Constitución de 1945, arts. 83, 87 y 96; J. Skinner-Klée
(ed.), Legislación
indigenista de Guatemala, Constitución de 1965, arts. 110 y
133. [xxviii][28]
Víctor F. Goytia
(ed.), Las Constituciones
de Panamá, Madrid 1954, Constitución de 1941, art. 5; de
1946, arts. 5 y 94-96. [xxix][29]
L. Mariña Otero
(ed.), Las Constituciones
de Paraguay, Constitución de 1870, arts. 5 y 92. [xxx][30]
Derechos de los Pueblos
Indígenas, Vitoria-Gasteiz 1998, pp. 505-560, el estatuto
de referencia, el del pueblo embera y wounaan que veremos en el
capítulo tercero. Este volumen, editado por el Servicio Central
de Publicaciones del Gobierno Vasco, ofrece una recopilación
documental que cubre las normas constitucionales, salvo Honduras
por descuido, e internacionales en vigor que ya están aquí
haciendo entrada por el istmo. En sus páginas se pueden ver por
extenso los artículos constitucionales que cito directamente en
el texto, los vigentes. Las Constituciones completas ya sabemos
que se hallan en la red: http://www.georgetown.edu/LatAmerPolitical/Constitutions/constitutions.html. [xxxi][31]
Vigente con reforma de 1996 hasta 1998: Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición del Gobierno Vasco,
Constitución de 1978, art. 61.3, pues no llega a la actual. [xxxii][32]
J. Skinner-Klée
(ed.), Legislación
indigenista de Guatemala, pp. 239-263, el acuerdo de paz en
materia indígena, de cuya prevista y frustrada plasmación
constitucional me ocuparé en el capítulo último. En el
segundo trato de historia guatemalteca. Y en el tercero vuelvo
sobre la ley específica.
En éste no me ocupo de desarrollos legislativos ni de
vaticinios constitucionales. Información sobre lo primero con
propósito de incidir en lo segundo ofrece ahora otra recopilación:
Derechos de los Pueblos
Indígenas: Legislación en América Latina, edición de la
Comisión Nacional de Derechos Humanos, México 1999, que
aprovecharemos más en otros capítulos. [xxxiii][33]
Emilio Álvarez Lejarza
(ed.), Las Constituciones
de Nicaragua, Madrid 1958, Constitución Municipal para el
Gobierno de la Reserva Mosquita de 1861 en aplicación del
Tratado de Managua o Zeledón-Wyke de 1860. Al caso actual
nicaragüense vuelvo en el capítulo tercero. [xxxiv][34]
Derechos de los Pueblos
Indígenas, edición de la Comisión Nacional de Derechos
Humanos de México, pp. 471-488 y 493-498, legislación agraria
y forestal de 1992 y 1997, la suspensión en el artículo 106 de
la ley de 23 de febrero de 1992. A este punto de México regreso
también en el capítulo tercero y en el último. A historia
mexicana, en el segundo. [xxxv][35]
Derechos de los Pueblos
Indígenas, edición del Gobierno Vasco, reforma ecuatoriana
de 1996, art. 1, recopilación que no alcanza, como ya sabemos,
a la correspondiente Constitución actual. Con algún error a
veces serio, por tomarse el texto inadvertidamente de un
proyecto, hay pasajes de la misma en Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición de la Comisión Nacional
de Derechos Humanos de México. No falta en la red: http://www.georgetown.edu/pdba/Constitutions/Ecuador/ecuador98.html.
A ella también volveré. [xxxvi][36]
En la América continental, se tiene también en inglés la
Constitución de Guyana, 1980, mirando por la protection de los Amerindians
of Guyana (art. 149.6c); Belice, 1981, y Surinam, 1987,
callan, como igualmente lo hacen por las islas Constituciones ya
en inglés (Jamaica, 1962; Barbados, 1966; Grenada, 1973;
Bahamas, 1973; Dominica, 1978; Santa Lucía, 1979; San Vicente y
Grenadinas, 1979; Trinidad y Tobago, 1980; Antigua y Barbuda,
1981; Saint Kitts y Nevis, 1983), ya en castellano (Cuba, 1992;
República Dominicana, 1994), ya en francés (Haití, 1987). El
Preámbulo de la cubana cancela el asunto invocando a “los
aborígenes que prefirieron muchas veces el exterminio a la
sumisión”. La común de Saint Kitts y Nevis presenta toda una
previsión y regulación de derecho de secesión que ignoro si
responde a diferencia de orígenes más colonial de una parte y
más indígena o africano de otra. De los casos no
independientes ya he advertido que ahora, en este capítulo, no
trato. Veremos en otros alguno. [xxxvii][37]
Esteban Ticona,
Gonzalo Rojas y
Xavier Albó, Votos y Wiphalas: Campesinos y pueblos originarios en democracia, La
Paz 1995, pp. 193-194, con dicho añadido que me ha prestado título.
Guarda relación con el lema quechua lo que significa Wiphala, pues es la enseña aymara, de siete colores repetidos y
combinados en un campo de siete por siete y así cuarenta y
nueve cuarteles, que hoy también se tiende a adoptar como
bandera propia por otros pueblos indígenas en el Kollasuyo
o Bolivia. [xxxviii][38]
Nina Pacari,
miembro de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del
Ecuador, presidenta de la Comisión de Derechos del último
Congreso Constituyente de la República, 1997-1998,
vicepresidenta del mismo ya ordinario como diputada por el
movimiento indígena Pachakutik,
conferencia sobre Derechos
humanos y derechos indígenas en la Facultad de Derecho de
la Universidad de Sevilla, 10-XII-1998, día del cincuentenario
de la Declaración Universal, a lo que ahora acudo. [xxxix][39]
Sirvan por todos, pues la nómina sería sin mayor provecho
nutridísima, Carlos Lleras,
Carlos A. Arenas,
Juan M. Charry y
Augusto Hernández,
Interpretación y génesis de la Constitución de Colombia, Bogotá
1992, p. 96: el respectivo reconocimiento “resulta excesivo”,
pone en peligro “la unidad nacional” y “no tiene
antecedentes”. Para esto, para la propia tradición jurídica
generando la ignorancia constitucional, Roque Roldán
(ed.) Fuero Indígena Colombiano: Normas nacionales, regionales e
internacionales, jurisprudencia, conceptos administrativos y
pensamiento jurídico indígena, Bogotá 1990. Del caso me
ocuparé en el tercer capítulo. [xl][40]
No falta en la recopilación de Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición del Gobierno Vasco, pp.
109-126. Noticia actualizada de ratificaciones de los Convenios,
como los textos mismos y sus incidencias, no deja de servirla la
propia Organización Internacional del Trabajo en la red:
http://ilolex.ilo.ch:1567/public/50normes/ilolex/pqconv.pl. [xli][41]
Lizbeth Espinoza y
Grethel Aguilar
(eds.), Compendio de
Legislación Indígena con énfasis en la protección de sus
Territorios, San Pedro 1996; Francisco López
Bárcenas, Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo: Su validez y
problemas de aplicación en nuestro país, México 1996; Compendio de Disposiciones Relativas a Derechos Indígenas en la
Legislación Nacional, edición del Viceministerio de
Asuntos Indígenas y Pueblos Originarios, La Paz 1998; Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición de la Comisión Nacional
de Derechos Humanos de México, pp. 43-92 y 159-198; Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición del Gobierno Vasco, pp.
461-500. [xlii][42]
El Derecho de Gentes ó
Principios de la Ley Natural, aplicados á la Conducta y á los
Negocios de las Naciones y de los Soberanos, escrita en francés
por Mr. Vattel, y traducida al español por el licenciado D.
Manuel Pascual Hernández, Madrid 1820, vol. I, p. 276. [xliii][43] S. James Anaya, Indigenous
Peoples in International Law, New York 1996, pp. 9-38. [xliv][44] M(onsieur) De Vattel, Le
Droit des Gens, ou Principes de la Loi Naturelle, appliqués à
la conduite et aux affaires des Nations et des Souverains,
Londres (pero Neuchâtel) 1758 (reprint, Washington 1916), libro
I, cap. I, par.
4; cap. II, par. 24; cap. III, par 27; cap. VII, par. 81, y cap.
XVIII, pars. 208 y 209, todo ello para lo que sigue. Emmanuelle Jouannet,
Emer de Vattel et l’émergence
doctrinale du Droit Internationale Classique, París 1998,
pp. 10-29, respecto a la autoridad de la obra no sólo para
Thomas Jefferson,
p. 14, aunque todavía también para esto, tampoco para otra
cosa, la Introduction
de Albert De Lapradelle
a dicha edición, pp. I-LIX. [xlv][45]
Peter Onuf y
Nicholas Onuf, Federal
Union, Modern World: The Law Of Nations in an Age of
Revolutions, 1776-1814, Madison 1993, para dicha expresión,
que hace epígrafe, y para la misma escenificación, bien que
pobre, sin la presencia indígena. [xlvi][46]
P. y N. Onuf, Federal
Union, Modern World, pp. 49-52; B. Clavero,
Happy Constitution:
Cultura y lengua constitucionales, Madrid 1997, pp. 165-180. [xlvii][47]
S.J. Anaya, Indigenous
Peoples in International Law, pp. 39-71; Stefano Mannoni,
Potenza e ragione: La
scienza del diritto internazionale nella crisi dell’equilibrio
europeo, 1870-1914, Milán 1999, pp. 103-120. [xlviii][48]
Entre la abundancia de ediciones, entiéndase que remita a la
del Manual de Documentos
para la defensa de los derechos indígenas de la Academia
Mexicana de Derechos Humanos, México 1989, primera entrada.
Cito en el texto, como de las Constituciones vigentes, los artículos
de normas internacionales de estar en vigor, pues alguno le
queda a este más adverso de la Declaración Universal. Además
de la red, cualquier recopilación solvente de derecho
internacional de derechos humanos que esté actualizada ha de
ofrecer los instrumentos que vamos a considerar, desde 1948
hasta 1992. [xlix][49]
Giuseppe Palmisano,
Nazioni Unite e
autodeterminazione interna: Il principio alla luce degli
strumenti rilevanti dell’ONU, Milán 1997, pp. 262-308,
para el actual alcance indígena del que se ocupa por tratar la
autodeterminación interna, la que no se refiere a colonialismo
extranjero, aun ahí también con la implicación nada inocente
de poder dar por cancelada, como interna, la opción de
independencia; B. Clavero,
Derechos indígenas versus
derechos humanos, en Quaderni
Fiorentini per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, 26,
1997, pp. 549-569, de donde tomo ahora algo. [l][50]
Cynthia Price Cohen
(ed.), The Human Rigths of
Indigenous Peoples, New York 1998, con aportaciones y
documentación sobre derecho internacional y también acerca de
casos americanos. En castellano, Derechos
de los Pueblos Indígenas, la edición del Gobierno Vasco,
sitúa el Convenio 169 en primer lugar de un apartado de derecho
internacional que es a su vez también el primero, seguido por
los de Constituciones, legislación, cartas de autonomía,
acuerdos de paz y manifiestos políticos. [li][51]
Del tercer considerando del Acuerdo
sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígenas
suscrito en 1995 en México con la mediación de Naciones Unidas
por las partes de la guerra civil de Guatemala del que trataré
en los siguientes capítulos y que alcanza a publicar J. Skinner-Klée (ed.), Legislación
indigenista de Guatemala, pp. 239-263. Como ya he dicho,
actualmente se ultima una reforma constitucional que trataré en
el apartado tercero del tercer capítulo. [lii][52] Hurst Hannum, Autonomy,
Sovereignty, and Self-Determination: The accomodation of
conflicting rights, Filadelfia 1990, pp. 74-103; S.J. Anaya,
Indigenous Peoples in
International Law, pp. 73-150. [liii][53] Dominic McGoldrick, The
Human Rights Committee: Its Role in the Development of the
International Covenant on Civil and Political Rights. With an
updated Introduction, Oxford 1994, pp. 14-16 y 247-268; S.J.
Anaya, Indigenous Peoples in International Law, pp. 151-182; Elizabeth Evatt,
Individual communications under the Optional Protocol to the
International Covenant on Civil and Political Rights, y
Sarah Pritchard, The International Covenant on Civil and Political Rights and Indigenous
Peoples, en la misma S. Pritchard
(ed.), Indigenous Peoples,
United Nations and Human Rights, Londres 1998, pp. 86-114 y
184-202, respectivamente. [liv][54] D. McGoldrick, The
Human Rights Committee, pp. LXIII, 158-159, 203-204, 249-250
y 256; S. Pritchard,
The International Covenant
on Civil and Political Rights, pp. 195-199. [lv][55]
Los Estados americanos de los que venimos tratando, los
continentales, que han suscrito el protocolo de esta jurisdicción,
además de Canadá, son Honduras, El Salvador, Uruguay,
Colombia, Costa Rica, Ecuador, Panamá, Venezuela, Surinam, Perú,
Nicaragua, Bolivia, Argentina, Chile, Guyana y Paraguay. Para
información actualizada no sólo de ratificaciones, sino también
de reservas y de denuncias: http://www.un.org/Depts/Treaty/final/ts2/newfiles/part_boo/iv_boo/iv_5.html. [lvi][56]
Además de noticias pertinentes, el texto del proyecto de la
Declaración en sus versiones oficiales inglesa y castellana lo
ofrecen diversas obras citadas, como respectivamente S.J. Anaya,
Indigenous Peoples in International Law, pp. 207-216, y Derechos
de los Pueblos Indígenas, edición del Gobierno Vasco, pp.
281-295; aquí también, pp. 179-255 y 329-356, Erica Irene Daes,
presidenta y como relatora del Grupo, Estudio
sobre la protección de la propiedad cultural e intelectual de
los pueblos indígenas (1993) y Documento
de trabajo sobre el concepto de Pueblos indígenas (1996).
No se incluye, y no porque la cuestión no sea una de las
claves, sino por inconclusa entonces, Miguel Alfonso
Martínez, igualmente como miembro y relator del Grupo, Estudio
sobre los tratados, convenios y otros acuerdos constructivos
entre los Estados y las poblaciones indígenas (Documentos
de Naciones Unidas, E/CN.4/Sub.2/1992/32; 1995/27, 1996/23 y
ahora, cuarta, última y definitivamente polémica entrega,,
1999/20). Puedo dar los motivos de unas opciones editorales
porque he colaborado. [lvii][57]
Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (Iwgia),
The Permanent Forum for
Indigenous Peoples: The Struggle for a New Partnership,
Copenhage 1999. [lviii][58] H. Hannum (ed.), Documents
on Autonomy and Minority Rights, Dordrecht 1993; G. Palmisano,
Nazioni Unite e
autodeterminazione interna, pp. 325-333. [lix][59]
G. Palmisano, Nazioni
Unite e autodeterminazione interna, pp. 308-324, sin la
apreciación que sigue. [lx][60]
Osvaldo Kreimer y
Diego Iturralde, Una
lectura a través del Proyecto de Declaración Americana sobre
los Derechos de los Pueblos Indígenas, Magdalena Gómez
Rivera (ed.), Derecho
indígena, México 1997, pp. 221-232. Para actualizarse
información, ya sabemos la entrada: http://www.oas.org. [lxi][61]
Luís Rodríguez Piñero,
The Colonial Code: The
International Labour Organization and “Native and Colonial
Labour”, 1921-1955, trabajo inédito de preparación de
tesis doctoral en el Instituto Universitario Europeo de
Florencia. [lxii][62]
L. Espinoza y G. Aguilar
(eds.), Compendio de
Legislación Indígena, para el contraste en Costa Rica, que
están en el caso, entre jurisprudencia de una parte y posición
de la Defensoría de los Habitantes de otra, la primera tendente
a no apreciar contradicción entre convenios y la segunda, pp.
147-148 y 152-154, destacando en cambio justamente la
rectificación del rumbo. [lxiii][63]
Ian Chambers y M. Gómez
Rivera, El Convenio
169 de la OIT: avances y perspectivas, en M. Gómez
Rivera (ed.), Derecho
indígena, pp. 123-141. La Organización Internacional del
Trabajo no deja de ofrecer buena información en la red por la
entrada de Ilolex
citada. Para Naciones Unidas, la mejor a nuestro efecto es la
específica de derechos
humanos: http://www.unhchr.ch. Hay direcciones que ofrecen
el Convenio 169 entre éstos de Naciones Unidas como pieza
efectiva de un mismo derecho internacional de derechos humanos:
http://www.tufts.edu/fletcher/multi/humanRights.html. [lxiv][64]
Enmienda de 3 de febrero de 1988 del Alaska
Native Claims Settlement Act de 18 de diciembre de 1971, en
sección segunda, parágrafo noveno: “The Alaska Native Claims
Settlement Act and this Act are Indian legislation enacted by
Congress pursuant to its plenary authority under the
Constitution of the United States to regulare Indian affairs”,
con la referencia así entendida a previsión constitucional, al
artículo primero, sección octava, parágrafo tercero, el de la
competencia “to regulate commerce with foreign nations, among
the several states, and with the Indian tribes” o más bien,
pues no es exactamente lo mismo, a la interpretación
jurisprudencial que siguiera, como vimos, suponiéndose
contenida en la Constitución misma. Cito por F. P. Prucha
(ed.), Documents of United States Indian Policy, pp. 260-262 y 308-309.
Para información ulterior: http://www.uaa.alaska.edu/just/links/natives.html#canada. [lxv][65]
Para hacérsele justicia, ha de decirse que B. Ackerman,
We the People, I, Foundations,
pp. 319-322, asume la causa de reconstitución más limitada
mediante un Bill of Rights,
una declaración de derechos ya formalmente tal, en la que no
pese la historia procedimentalmente tortuosa y
jurisprudencialmente torturada de las enmiendas constitucionales,
pero sigue siempre considerándolo asunto y competencia de We the People, del pueblo de los Estados Unidos en singular interno,
sin otro problema mayor que el operativo de la manifestación
fidedigna a los relativos efectos constituyentes de ese presunto
sujeto tan simple: We the
People, II, Transformations, pp. 187-188 y 404-420. No hay en este Pueblo
cabida no digo ya para los pueblos que invocaba Tecumseh, el
presidente shawnee, y tantos extinguidos, sino tampoco para el más
del centenar que hoy existe en las reservas, bastantes además
con Constitutions
propias, algunas incluso guardando tracto jurídico con tiempos
anteriores a la fundación de los Estados Unidos y de las
propias colonias británicas, como sea especialmente el caso del
Hodenosaunee, la
llamada Liga Iroquesa, con el Kayanerenkowa
o Gayaneshagowa,
tradición milenaria de paz constitutiva: Felix S. Cohen,
Handbook of Federal Indian
Law, Washington 1941 (reprint 1988), pp. 128 y 416-419;
Sharon O’Brien, American Indian Tribal Governments, Norman 1989, pp. 17-20. Gayaneshagowa
puede presentarse como la Constitución iroquesa: http://www.councilfire.com/iroq.htm. [lxvi][66]
Constitution of the
Cherokee Nation of Oklahoma, en http://thorpe.ou.edu/cherokee/index.html.
Constitution of the
Muscogee Nation, en http://thorpe.ou.edu/constitution/muscogee/index.html.
Y son ejemplos que elijo con toda intención como se verá en el
próximo capítulo. El mismo Estado de Oklahoma toma el nombre
de hogar propio indígena
en muscogee o creek. [lxvii][67]
Pablo de Lora, La
interpretación originalista de la Constitución: Una aproximación
desde la Filosofía del Derecho, Madrid 1998. [lxviii][68]
Bernardino Bravo Lira,
Entre dos Constituciones,
histórica y escrita: Scheinkonstitutionalismus en España,
Portugal e Hispanoamérica, en Quaderni
Fiorenteni per la Storia del Pensiero Giuridico Moderno, 27,
1998, pp. 131-167, a quien cito como exponente del originalismo
preconstitucional confieso que por puro desahogo personal. Como
si todo estudioso de originalidades fuera sin más y solamente
por ello originalista, me suma a la tendencia junto a Tomás y
Valiente, al menos en compañía tan excelente. Scheinkonstitutionalismus
puede traducirse para el caso como constitucionalismo
de fachada. [lxix][69]
El empeño más significado de batir la posición originalista
en el propio terreno de la historia, de esta otra forma que
parece de entrada la más plausible, lo representa ahora J.N. Rakove,
Original Meanings, pp. 3-22, con éxito historiográfico, pero sin
otro valor constitucional, a mi juicio, que el de dejar en
evidencia y hasta poner en ridídulo al originalismo. De mayor
alcance me parece el afán actual de Bruce Ackerman
por cuanto que muestra el sinsentido originalista poniendo de
manifiesto hasta qué punto, pese a su deficiente formalización
textual, el constitucionalismo estadounidense presente, sin
perder su tracto de autoridad desde 1787, es radicalmente otro
que el de los orígenes. La salvedad indígena ya sabemos que se
olvida hasta en el índice de materias. [lxx][70]
E. Ticona, G. Rojas
y X. Albó, Votos y wiphalas, p. 216: “No son los historadores, los arqueólogos,
ni siquiera los etnólogos quienes definen esas identidades (de
cada pueblo), sino los propios interesados”, lo que merece
citarse porque lo que se presume habitualmente es lo contrario,
que la historiografía y la antropología son ciencias que
sirven para identificar y definir pueblos como el derecho
internacional y el constitucional en cuanto que disciplinas académicas
a su vez, para determinar y asignarles derechos. En todo caso, a
falta de historiografía y de constitucionalismo, antropología
la hay advertida, como la que registra Manuel M. Marzal,
Historia de la antropología
indigenista: México y Perú (1981), Barcelona 1993, pp.
482-498. Para
campanazo de rebato contra pretensiones, Nancy Oestreich Lurie,
Relations between Indians
and Anthropologists, p. 552, en William C. Sturtevant
(ed.), Handbook of North
American Indians, vol. IV,
Wilcomb E. Washburn
(ed.), History of Indian-White Relations, Washington 1988, pp. 548-546,
recuerda el del número de agosto de 1969 de Playboy
adelantando páginas de Vine Deloria
Jr., Custer Died for Your
Sins: An Indian Manifesto (1969), Norman 1988, de lectura aún
todo él provechosa; hay traducción castellana: El
general Custer muió por vuestros pecados, Barcelona 1975.
El capítulo de N.O. Lurie
figura en el Handbook nada manual, por volumen, dentro de una sección de Conceptual
Relations que se extiende a la literatura y la cinematografía
me temo que interesante para entenderse los estereotipos
actuales que impiden visión incluso o, tal vez, sobre todo
entre constitucionalistas, gente seria más propensa al cine que
al Playboy. [lxxi][71] Baste el ejemplo de Ronald Dworkin, Freedom’s Law: The Moral Reading of the American Constitution, New York 1996, con la polémica antioriginalista de tal depuración y tamaña pérdida, desvirtuando historia para virtualizar Constitución, la propia estadounidense por problemática peculiar suya, lo cual sería por supuesto menos grave que la operación reversa, la originalista de recurrir a historia para desactivar Constitución, si no existiera la cuestión de la constituyencia afectando a libertades también individuales. Respecto al término, existe en inglés constituency, el correspondiente a constituyencia, pero con el uso ordinario de base electoral y tampoco así el de autoridad constituyente no discontinua ------------------------------------------------------------------------------------ Dirección de esta página: http://alertanet.org/b-clavero.htm
Nota: Documento y libro enviado por su autor para su difusión por Alertanet. Puesto en línea por www.Alertanet.org. Info webmaster: editora@alertanet.org
INICIO / HOME LIBROS/ BOOKS CURSOS/COURSES FORUM EVENTOS/EVENTS
|
|
Bartolomé Clavero
B. Clavero: Pronunciamientos indígenas de las Constituciones Americanas/ Constitutional regulation on indigenous issues in the Americas (ALERTANET, 2003) OBRAS AFINES DE OTROS AUTORES -Pueblos
indigenas: derecho penal y derechos humanos/ Indigenous peoples:
criminal law and human rights (Forum 2) |
|